Cien años de soledad es, en cierto modo, una novela de laboratorio, es decir, que Gabriel García Márquez, en la medida en que la escribía, consultaba amigos y leía, capítulo tras capítulo, en voz alta, a Álvaro Mutis y su esposa, y en presencia de Mercedes Barcha, quien colaboraba, paradójicamente, con precisiones sobre nombres, detalles de época o sucesos reales. En cierto sentido, es una obra que Gabo fue corrigiendo y perfeccionando, en el taller literario que se convirtió su casa. Consultaba libros de alquimia, zoología, filosofía, botánica, medicina, magia y enciclopedias, y escribía en un estado de frenesí, como un poseso, en un trance, y como si no quisiera perder el hilo de la historia o el impulso hipnótico, en que depara el ritmo verbal de su prosa. En el fondo, este libro se fue escribiendo, por así decirlo, solo, en un estado de encantamiento y de catarsis, en un proceso, en el que los demonios de la creación acudían a la mente, a la memoria y a la imaginación letrada, literaria, de García Márquez. Su génesis real está cargada de leyendas, anécdotas y azares, como si fueran parte del mundo de fantasías y mitos que cuenta y recrea, en el proceso material de su escritura y la materia narrativa misma. En término simbólico, Cien años de soledad es –insisto– una obra colectiva, en la que participaron y colaboraron –como confesó Gabo a Elena Poniatowska en una entrevista– muchos amigos, en su factura y confección. El tejido de su escritura refleja una técnica imparable de redacción, casi automática, a la manera de los surrealistas. Gabo confesó que les asignó tareas de filosofía a José Emilio Pacheco, a Juan Vicente Melo, investigaciones sobre plantas y medicina, y a otros jóvenes les asignó investigaciones históricas sobre las guerras civiles en Colombia y América Latina, donde no faltaron amigos escritores, como el propio Álvaro Mutis (a quien siempre mostraba sus inéditos), Juan García Ponce o Carlos Monsiváis. Gabo no les decía para qué, y ellos tampoco lo sabían. De manera que fue una labor secreta y de complicidad, que dio sus frutos, y que tuvo una historia paralela y fantástica. Fue para Gabo una etapa y una época de felicidad e iluminación, de fiesta espiritual y pasión imaginativa.

Quería o soñaba siempre con escribir un libro donde sucediera todo, usando todos los mecanismos secretos de la escritura novelesca. Dejó de escribir guiones y de hacer publicidad, y se sentó frente a su máquina de escribir, ya no solo los domingos, sino todos los días, apremiado por las deudas (como Balzac) y para no dejar escapar sus demonios interiores y la pasión que lo envolvía. Quizás los apremios económicos fueron la causa de que esta novela no continuara su flujo narrativo, su tiempo histórico, evitando que su hogar naufragara de precariedades. De lo contrario, habría alcanzado varios tomos (como Proust), pues se trata de una saga familiar, de una genealogía con episodios, curiosidades y anécdotas infinitas e inacabables, como representación de las familias latinoamericanas, llenas de mitos, leyendas y sorpresas. De modo pues, que esa realidad familiar fue el impulso colateral que le confirió a su escritura, esa velocidad y ese ritmo metafórico e hiperbólico. Otro factor es que el tiempo de la historia es lineal, sin límite; y otro, que la novela no tuvo un plan, un esquema técnico o mapa genealógico –como hacen otros novelistas. Sin embargo, sí se sabe que Gabo usaba cuadernitos donde escribía los capítulos que luego pasaba en claro en la máquina de escribir, y ese cuadernito (que luego rompió) se convirtió a la vez en un diario de la novela, que le permitía tener un control de la historia contada: de los datos y los nombres de los personajes.

Durante muchos años, García Márquez anduvo buscando el tono a Cien años de soledad, pero no lo encontraba, hasta que un día se le reveló, y se rompió el tranque, aquel mítico día de un viaje en su auto a Acapulco. Así se rompió la sequía, cuando se le ocurrió la primera frase, durante el largo trayecto. La memorizó y, al llegar a su destino, ya tenía dicha frase concluida en su mente, la anotó, y, desde entonces, no paró de escribir, pues ya tenía la trama de la novela en su cabeza. Fue así como se le quitó el peso de encima y la culpa de siete años sin escribir una línea. Este impulso irrefrenable de escribir, truncó sus vacaciones, y, en vez de durar una semana, regresó a los tres días. Enseguida inició un ritmo frenético de escritura de ocho horas por día, sin pausa, para así evitar que se le esfumara la frase o la idea. Al concluir mil trescientas cuartillas, y fumarse tres cajetillas de cigarrillos, acumuló una deuda familiar de 120 mil pesos, detalles marginales que conforman la intrahistoria o la historia secreta de esta novela. A todo esto, habría que añadirle que no tenía dinero para pagar el envío por correo de la novela, y tuvo que enviar una parte, hasta que Paco Porrúa, de Editorial Sudamericana, al leer el texto, quedó maravillado y conmovido, y enseguida le envió el dinero faltante para que pudiera enviar el texto completo. Esta historia parece un cuento de hadas o una ficción, si no fuera contado por este encantador de serpientes que fue García Márquez. O parece un capítulo más de la novela o su epílogo, que prefiguró la mayor hazaña editorial del siglo XX, que lo catapultó como novelista, y que impulsó definitivamente el Boom de la narrativa latinoamericana.

La idea motriz e inicial que le dio origen e impulso creador a la novela es la del niño que va con su abuelo a conocer el hielo y, también, a las llegadas del tren a recoger cartas. Muchos de los episodios e imágenes de la memoria infantil de Gabo se remontan a esas experiencias con su abuelo, que lo llevaba casi diariamente a recibir el tren, el cual traía circos, gitanos, enanos, camellos, ruedas de la fortuna y montañas rusas, además de que lo llevaba al cine. De todas esas imágenes y recuerdos se nutrió su imaginación, y de esas experiencias, de mano de su abuelo, lo cual constituye, en efecto, el punto de partida de Cien años de soledad. De esos actos de deslumbramiento y develamiento ante el mundo adulto y real, nació su conocimiento y descubrimiento de las maravillas del mundo.

Gabo inventó el nombre de Macondo como escenario imaginario de Cien años de soledad para aludir a una finca bananera, pero mucho antes de saber el significado de esa palabra supo que quiere decir un árbol que no tiene ninguna utilidad. Acaso Aracataca real se haya convertido o transfigurado, en su memoria, en el Macondo ficticio, en la imagen o representación de una región, país o continente olvidado, marginado, trágico, pobre y solitario, pero, a la vez, divertido, mágico y fantástico.

En cierto modo, esta novela tiene un sustrato poético y, por tanto, deviene en una trasposición lírica de la realidad histórica y social de Latinoamérica, en una estructura que semeja un hilo incesante, inagotable y lineal de anécdotas infinitas.