De duda, temor y angustia ha sido el sentimiento predominante en quienes seguíamos el recién culminado proceso electoral en Brasil del cual Lula ha salido triunfador, viví esa sensación el pasado domingo horas antes de que se iniciase la publicación de los boletines. Pero desde el primero de ellos, dada la relativamente reducida ventaja con que partió su innombrable adversario tuve el pálpito de que Lula sería el triunfador porque en la primera vuelta el derrotado arrancó con una ventaja que inexorablemente se fue reduciendo. Desde el boletín en que este asumió la ventaja, tuve la tranquila seguridad de su victoria. Pero, mantengo la desazón porque el odio, la intolerancia y la violencia verbal y física en ese país y en todo el mundo no paran de crecer.

 

El triunfo de este aminal político detiene en seco la continuidad en Brasil del ultranacionalismo xenófobo y racista, del autoritarismo militarista y del conservadurismo antidemocrático que son elementos básicos de esa expresión del fascismo que lastran el mundo y particularmente al más grande de los países de Sudamérica. Con esa victoria, nace la esperanza de parar en seco el más grande ecocidio del planeta: la destrucción del Amazona, la mayor selva tropical del mundo, y eso indica lo que para el mundo significa el triunfo de Lula. Para nuestra región también significa la continuación de la conformación de mayorías de izquierda que ahora pueden integrar un bloque de países que tienen las cinco economías más grandes de esta zona.

 

Pero, no podemos soslayar el hecho de que más de 58 millones de brasileños votaron a favor de la continuidad de un régimen que constituye una afrenta para su país y la región toda. Tampoco que, por su presencia mayoritaria en el Congreso, el bolsonarismo tiene serias posibilidades de limitar las iniciativas de cambio de la mayoría que lo sucederá, ni el carácter variopinto de las alianzas establecidas para formar la presente mayoría, a comenzar el vicepresidente que es de orientación de centro derecha y que, al PT, el partido de Lula se le atribuyen serias debilidades y una cuestionada legitimidad, debido a escándalos de corrupción de los que estuvieron ligados a prominentes figuras de ese partido, limitando su imprescindible apoyo al gobierno de un país en extremo polarizado.

 

Por consiguiente, estamos ante un presidente con un instrumento político, hasta ahora, con débil capacidad para ser sostén de algunas opciones que no serían del gusto de algunos de sus aliados situados a su derecha y de una élite ultraconservadora que se siente envalentonada porque sus posiciones antidemocráticas se expanden en todo el mundo, mediante partidos y gobiernos formal e informalmente articulados en redes, y a través de lo que se ha denominado la internacional xenófobo/racista y autoritaria. Al frente de esta, de hecho, están las fuerzas del trumpismo, a las cuales las encuestas le atribuyen el posible control de las cámaras legislativas en las elecciones del presente mes. Una amenaza para los sectores democráticos de ese país y del mundo.

 

Igualmente, forman parte de esa internacional, la Rusia de Putin que interviene abiertamente en algunos procesos electorales apoyando política y financieramente a los grupos filonazis fascistas, como son los casos de la Liga del Norte y sus acólitos en Italia, el partido de la Le Pen en Francia de posiciones xenófoba, racista antisemita y anti islamista, Vox en España y las fuerzas bolsonaristas en Brasil, entre otros.  A ese propósito vale la pena señalar la incoherencia de algunos, no pocos, que diciéndose de izquierda condenan el bolsonarismo, pero apoyan el régimen neofascista de Putin.  Así es difícil que se les entienda y mucho menos que se conviertan en fuerza política relevante.

 

El triunfo de la izquierda en Brasil demuestra la efectividad de la lucha por la democracia, de su demostrada resiliencia a través del tiempo, que tiene espacio para crecer en nuestro continente y que es la tendencia política mayoritaria en los países más grandes poblacional y territorialmente de la región. Sin embargo, esas mayorías no son sostenible si quienes dentro y fuera de esos países no las apoyan en la perspectiva de un combate frontal contra toda forma de expresión de gobiernos basados en una figura que se arroja el monopolio incompartido del poder, en la intolerancia a las diferencias de carácter étnico, político, religiosa, cultural, de opción sexual, social  o de origen, en el nacionalismo cerril y en la xenofobia, que son elementos inmancables en los regímenes fascistas o neofascistas.

 

Esa mayoría triunfante en Brasil lo es claramente en términos de votos, no así en términos político/ideológicos, es una abigarrada sumatoria coyuntural de voluntades para detener el desastre del bolsonarismo, pero aun así su ascenso a poder es de suma importancia. No obstante, la amenaza un contexto internacional donde se expande el odio de todo tipo y por consiguiente, enfrentar esa situación constituye un imperativo ético/político de todos, no solo de quienes integran la referida mayoría. “Si queremos más días para la humanidad, el fascismo debe ser detenido”, dice Petro; solo en esa perspectiva el triunfo de Lula podrá ser algo más que un respiro.