La búsqueda de lo moral y del cumplimiento de la justicia son los dilemas que enfrentan las sociedades occidentales. Es un punto ciego que cotidianamente viven, un día a la vez, los ciudadanos y ciudadanas del mundo por los tantos problemas que enfrentan con el robo al erario público, infracciones de abusos de poder, pugnas entre partes, exclusión racial, violencia y guerras, entre otros.

Algunos dirán que éstos son los problemas dejados por los metafísicos de la razón ilustradas. Otros que es la herencia en la cual se instaura el gran destructor que apunta a un modelo de crecimiento absoluto, sin freno, el llamado capitalismo en su casuística de no conciencia y de conducta desaprensiva con el colectivo.

A mi particular manera de ver, la continua ofensa contra el colectivo, lo cual se corresponde con el gran negocio de la vergüenza y de la ira desenfrenada. Una fuerza que no controla la cólera y se retuerce en un discurso sin censura de los impulsos impetuosos con la destrucción de lo que no satisface sus demandas íntimas o públicas.

Una era en la que se agota la naturaleza. Se abren grietas emocionales y convierte a muchos en perversos morales que afinan cada vez más sus discursos y sus tentáculos de poder en los diferentes medios de los espacios virtuales, creados por medios cibernéticos para infringir sus fechorías sin miramiento y ni un pelo de vergüenza pública.

En la lucidez de este día me inscribo en esa moral pacifista que no acepta la guerra y que apuesta por una ética que valore la libertad

Una era donde los viejos jinetes cabalgan con su ira, odio, enemistad, mala crianza y perversidades polimorfas de cualquier tipo y calaña. Un caballo psíquico portador de la muerte. La vieja parábola de los enjambres de hombres y mujeres que representa el proyecto del rapto.

Una metáfora civilizatoria muy parecida al caso troyano, que envolvió los ardores de la venganza. El íntimo deseo de reconocimiento, como decía un anciano alemán llamado Hegel. El apetito de posesión de cualquier cosa, los trapos de colores, la última tecnología, los billetes y grafitis que le dan valor a un ser desarticulado y empobrecido de la musa creativa. Es la lógica del desenfreno y el éxtasis de la inmediatez.

Una sociedad que argumentan bajo los episodios de delirium tremens de la guerra y, con ello, la destrucción sin miramiento de todo lo que da vida: bosques, ríos, conciencia, abrazos, vecindad, comunidad, recibimiento, afectos, reflexión moral e intimidades que no tienen que ser públicas. Una fantasía basada en la necesidad de ser expresada bajo el poder terapéutico en el que se cultiva una individuación gestionadora de vida creativa, paciencia, entendimiento y aceptación de la vida en sus términos. Una vida integradora, guiada de revoluciones interiores que clamen por una moral que pueda procesar el mito humano de existir sin tener que recurrir a las sagradas historias de la sangre, la pústula de un dolor  repetitivo de encomiendas de los humillados, que no se atreven a mirarse a sí mismo e iniciar la única y plausible batalla que es la transformación de una misma.

El proyecto de civilizar la ira de occidente es un fracaso. No hemos podido superponernos a la condición conflictiva de nuestra condición de humanidad. Por tal razón es preciso recordar que hay en nosotros, los humanos, una tendencia que se impone. Según la paradoja de Hobbes, el   conflicto es perpetuo. Y este no se queda solo en el ámbito de los estados/nacionales como pulsiones violentas y destructivas, sino que también atraviesa al individuo. Es una crisis de repetición destructora. Como decía el abuelo Kant, existe la posibilidad de crear un proyecto de “Paz Perpetua” y, por ende, podemos volcarnos a una salida pacífica.

En la lucidez de este día me inscribo en esa moral pacifista que no acepta la guerra y que apuesta por una ética que valore la libertad y el derecho a la eliminación de todos los recursos que apuntan a la destrucción de la humanidad.