En el transcurso del tercer decenio del siglo XXI, el mundo atraviesa por un capítulo inusitado de su historia. Para algunos, los tiempos actuales representan el final y el principio de una época. Para otros, el horizonte al parecer incierto es o debería ser una oportunidad para un nuevo comienzo con otro molde o mentalidad, aunque esto implique derribar por completo los cimientos que lo sustentan.
La coyuntura actual, ausente de un debate serio y responsable –más allá de la “sombra de la tecnología” y menos enfocado en el ser humano–, refleja la urgente necesidad de replantear aspectos filosóficos medulares que despejen en algo la confusión y ambivalencia del presente, frente a la incertidumbre que implica lo que depara el futuro.
La Real Academia de la Lengua Española define la palabra dilema, entre varias de sus acepciones, como: “Situación en la que es necesario elegir entre dos opciones igualmente buenas o malas.” Ello, no sólo aplica a situaciones de índole personal o general, cuando se trata de tomar partido, decisiones o enfrentar situaciones públicas o privadas.
Por lo general, la encrucijada implica por necesidad la reevaluación y el replanteo de nuevos enfoques que eleven las mejores condiciones de progreso y avances, y alejen en su momento las secuelas que generan el malestar, insatisfacción casi general y el pesimismo que se respira hoy en muchas áreas del individuo, la familia, la sociedad y las relaciones entre los estados.
Los dos grandes conflictos mundiales del pasado siglo XIX, como todo parto doloroso, sacudió los cimientos del mundo conocido y dio paso a otro donde imperara la razón y la civilidad –al menos como objetivos y bajo una sombrilla nuclear bipolar—sobre los odios, zonas de influencias y el rechazo al otro. Luego de una pausa más o menos tranquila de más de medio siglo que siguió a la posguerra, el ambiente enrarecido ha vuelto tras romperse el denominado “equilibrio del terror.”
Al presente, parece que el mundo y nosotros en él, navegamos fragmentados, a la deriva y sin puntos de referencia que afiancen el rumbo a puerto seguro. Muchos de los valores eternos que sustentaron la esperanza en una vida mejor y un futuro brillante, como la ética, la moral, apego a la verdad, el amor, la familia, la lealtad, los principios, respeto al derecho ajeno, el honor y la empatía –para citar algunos– languidecen ante la mirada indiferente del liderazgo irresponsable, cuyas prioridades suelen ser otras.
En esta hora de penumbra de la humanidad, las circunstancias requieren no un callejón sin salida como propugnan algunos, sino la redefinición de la convivencia, la responsabilidad, la dignidad y el consenso necesario para salvar así sea el sombrero del ahogado. Un nuevo comienzo que deje atrás las divisiones, el discurso del odio, los egoísmos, la polaridad, el radicalismo y los fanatismos.
El dilema es claro: o fluimos con la marea agonizante que asfixia y destruye, o resistimos para reimponer el decoro necesario que de sentido y esperanza al propósito de la vida al ser humano. Se requiere urgente un nuevo pensamiento transformador, creativo, incluyente, renovador. La decisión ineludible es de todos. El mundo lo reclama. El planeta lo necesita. La hora lo demanda…