Hay un momento en la conversación
hablando de fútbol y de política,
de guerra y de paz y de poesía cuando
la cara se ilumina y de la boca sale una risa
desbordante y el único quehacer que resulta
es dirigir la palabra a Dios o al ángel–
que te cuida cada mañana cuando
caminas al lado del bosque
y de las tumbas en el cementerio–
para decirles qué maravillosa
es la vida cuando de la savia
de un intercambio brota una felicidad
que parece inagotable porque vuelve
viva cada vez que se la recuerda.