La desnudez es un estado de suerte que marca una corporalidad transgresora en el mundo público de occidente. Y qué decir sobre esto, en una isla tutelada por la marca oprobiosa de la colonización. Un territorio/cuerpo que baila con el traqueteo de olas dirigidas desde las antiguas metrópolis o de los añejos hijos de América. Lugar santificado por los blanquitos que han controlado, hasta las faldas financieras y dulces chelitos empalagosos que se consiguen, a través de fraudulentos acuerdos comerciales que estrangulan cualquier cervical.
Una historia de cuerpos delirantes, tras las equívocas doctrinas moralistas que santifican a la sagrada familia dominicana. Es una memoria disruptiva. Un territorio manoseado por cualquiera y violentado hasta el desgarrare de sus propias memorias. De acuerdo con los milenaristas medievales, a través de la segunda venida de los reinos justos del salvador de los tiempos, se obtendrán todas las promesas de libertades de todos los hombres y mujeres que bailan y memorizan la historia patria dominicana, inventadas por las élites.
No sé hablar de cronologías místicas, ni muchos menos del cuerpo doctrinal de Pedro Abelardo, Tomás de Aquino o San Agustín, quiero hablar del calentamiento de los racionalistas como Descartes, Baruch Espinosa, David Hume, entre otros, los que acentuaron el papel de la razón en el mundo moderno europeo, porque no hay de otra, para discutir con tales cuerpos doctrinales que esperan señales y creen en la verdad revelada. Y de lo que por tradición y poder político, mueven los hilos ideológicos de un Estado, que inaugura la teología judeo-cristiana como la filosofía del saber hacer de las cosas públicas.
En este país, un cuerpo de mujer, no tiene garantía de Dios.
Los modernos, ni siquiera cruzaron por las salas sacrosantas del Congreso o del Palacio Presidencial. La razón científica en el 2012 o años venideros es un pool de identidades que no navegan por el río Ozama o las aguas del Atlántico. Las operaciones racionales son abominaciones y problemas de ideologías de géneros, según dicen algunos comentaristas de medios de comunicación, los cuales se ganan el cielo eterno y se llenan los bolsillos de monedas para sostener la tradición de verdades perpetuas.
Hoy 17 de agosto recuerdo a una niña llamada Rosaura Almonte Hernández, conocida por el populacho como Esperancita. Una adolescente de la clase trabajadora que murió desangrada por la decisión política de un Estado teológico, por no poder aplicarse un protocolo de vida, que le permitiera la realización de un aborto, tras su condición médica de ser diagnosticada con leucemia linfoblástica aguda y con un embarazo de siete semana. Los médicos y médicas atados con el alba sacerdotal, no realizaron las quimioterapias o le aplicaron los medicamentos que pudieran poner en peligro la vida del feto que estaba en su vientre, sin importar que se perdiera la vida de la joven.
Esperancita murió un mes después de ser hospitalizadas y se cumplen 10 años de este asesinato vil, en el que todas las fuentes recogidas dicen que fue terrible por la imposibilidad de detener el presagio, la paga con la sangre.
En palabras populares. El mal de vientre (termino medieval), su matriz no dejo de sangrar. Este sacrificio de sangre amparado por una popular teología, marco una memoria indecente para los racionalistas de la República Dominicana. Fue una muerte lenta y dolorosa en un cuerpo de mujer adolescente pobre. Un problema de derechos humanos dirían las académicas, feministas y arbitrio de tribunales internacionales. Pero nadie, ha podido enfrentar en los tribunales este asesinato vil por parte del Estado Dominicano, ni mucho menos parar las otras muertes que han seguido inscribiéndose y acumulándose en el obituario estatal. Por decir, las otras no se popularizan por encubrimiento de un sistema de salud que se apandilla con la ideología milenarita. Hoy no garantizo besos, ni calentamientos de camas. En este país, un cuerpo de mujer, no tiene garantía de Dios.