La escritura no es ni alternativa ni redentora. Nihilista o no,  siempre ofrece la recompensa del goce. La dicha de la escritura está en la forma, así aseguró Jean Baudrillard. Pero ¿es el lector realmente sensible a la forma de la escritura, y a la seducción implícita de aquello que no dice? ¿Se puede decir que valora la distancia de la forma respecto a su objeto? Esta distancia sería, por sí misma, un goce. A todas luces, se puede afirmar que el lector sí es sensible al contenido de la escritura, a la expresión directa de las ideas, y que aprecia la forma que éstas toman, pero sólo cuando la misma es afortunada. Lamentablemente, quienes escriben casi siempre le suman, a la desdicha del contenido, la desdicha de la forma. Contenido y forma, sin embargo, son sinónimos.

 

Una escritura que plasma llanamente las ideas, como realidad integral y exhaustiva, empuja lo real hacia su expresión más brutal. Es esta, una escritura que utiliza el lenguaje como un mero recipiente, dentro del cual se vierte un contenido, y en la cual el lenguaje y su sustancia no se entrelazan en una amalgama de mutua potenciación. Es más bien una escritura profana, en su relación con el lenguaje, y sobre todo, triste, empobrecida y aburrida. Una escritura del goce sería aquella cuyo principal logro fuera sorprender en el lenguaje, pues tal vez, el goce está relacionado con la operación de disrupción del pensamiento, frente a la realización total del mundo. Quizá sea en este desprendimiento del pensamiento, en esta heterodoxia de mundo al revés, donde resida -finalmente- el goce.

La escritura pareciera habitar una zona híbrida entre el límite firme y objetivo de la comunicación, y al otro extremo, el límite cenagoso y abismal del sinsentido. En ese espacio elabora sus diagramas, sus aristas del estremecimiento, sus castillos transparentes, sus estallidos de asombros.  Como el personaje de Joao Guimaraes Rosa, la literatura quiere habitar la tercera orilla del río; y unas veces parece avanzar hacia la primera orilla, manifestándose a la vez como espejo y pregunta;  otras veces, se acerca a la ribera cenagosa, entonces quiere reducirse al silencio y mostrarnos el insostenible vértigo del sinsentido. Desde este recorrido, nos dice Flaubert que desearía escribir una novela sobre nada, y Maurice Blanchot, hacer de la experiencia literaria la experiencia más profunda del ser.

Gilles Deleuze afirmó que quien fuera intensamente reflexivo tropezaría  con una valla continua de paradojas. Esa intensidad reflexiva es también el camino hacia el sinsentido. Quizás porque se escribe -más allá de las inmediatas razones de un reconocimiento- para un lector o para la posteridad,  parecería responder a la necesidad de representación de esa zona donde habita la escritura, que es también experiencia límite de la vida.

Sin duda se escribe para un lector, y ésa es la certeza del editor y de los estrategas del mercado del libro. Sin embargo, como bien lo ilustró Blanchot, en el acto íntimo de la escritura, el escritor tendrá dificultades para responder claramente por qué y para quien escribe. En ese instante, quizás el escritor percibe el vértigo que anuncia el abismo de la escritura, divino y siniestro a la vez. Es el instante de escribir para nada ni nadie; de labrar con la escritura un enigma irreductible; de escribir  y destruir lo que escribe, como vemos -con escándalo- en algunos dadaístas, y en el mandato de Franz Kafka a Max Brod para que destruyera sus papeles -mandato no atendido-, pero que revela una grieta en el enigma irreductible del para qué y para quien se escribe.

La representación de la lectura, se muestra así como una de las recurrencias de la literatura y, en especial, de la ficción moderna, haciendo de ésta un movimiento de pliegues y repliegues, para su conversión en reescritura, extendiéndose en un espectro de sentidos, no ajenos al gran arco de la modernidad: la espectacularidad y la “mise en abyme” que se abre al vértigo de la sustancialidad o insustancialidad de lo real; a la valoración de la subjetividad y lo imaginario, al plantearse la lectura como viaje interior; al adoctrinamiento y la intensa demanda identificatoria de determinadas lecturas—de los libros sagrados a los manuales ideologizantes–, en contradicción con la distanciación que la lectura crítica funda, distanciación que se resuelve en conquista de espacios de lo privado, de espacios para la posibilidad de la duda y la pregunta, gérmenes, si los hay, de la conciencia crítica.

De ahí que cuando se hable y lea de este modo no quepa ni la pura charlatanería ni la distraída desconsideración, ya que aquella actividad abre el espacio y el campo en el que cabe, en verdad, lo poético—que se identifica con ese modo de proceder en el que lo que hay es–. Porque dice lo que es, hace que sea: lee haciendo que la obra obre.

La soledad que alcanza al escritor mediante la obra se revela en que ahora escribir es lo interminable, lo incesante. El escritor, dice Blanchot, ya no pertenece al dominio magistral donde expresarse significa escribir la exactitud y la certeza de las cosas y de los valores según el sentido de sus límites. Lo que se escribe entrega a quien debe escribir a una afirmación sobre la que no tiene autoridad, que es inconsistente, que no afirma nada, que no es reposo, la “dignidad del silencio”, porque es lo que aún habla cuando todo ha sido dicho. Es lo que aún no precede a la palabra, porque más bien le impide ser palabra que comienza, porque le retira el derecho y el poder de interrumpirse.

La escritura es por lo tanto esencialmente “la moral de la forma”, la  elección del área social en el seno de la cual el escritor decide situar la Naturaleza del lenguaje, como ha dicho Roland Barthes. En la literatura, al menos en la derivada del clasicismo y del humanismo, el lenguaje no pudo ya seguir siendo el cómodo instrumento o el lujoso decorado de una “realidad social”, pasional o poética, preexistente, que él estaría encargado de expresar de manera subsidiaria, mediante la sumisión a algunas reglas de estilo: el lenguaje es el ser de la literatura, su propio mundo.

 

De esta manera la elección, y luego la responsabilidad de una escritura, designan una libertad, pero esta libertad no tiene los mismos límites en los diferentes momentos de la historia. Al escritor no le está dado elegir su escritura en una especie de arsenal intemporal de formas literarias. Como libertad, la escritura es solo un momento. El hecho de escribir está siempre enraizado en un más allá del lenguaje, se desarrolla como un germen y no como una línea, manifiesta una esencia y amenaza con un secreto, es una contra-comunicación, que intimida.