A pesar de que la Semana Santa cada vez se parece más a unas vacaciones colectivas en las que muchos están pendientes de tantas cosas y quizás no de las esenciales, es siempre una ocasión propicia para reflexionar sobre la pasión, muerte y resurrección de Jesús, ese triduo pascual que simboliza dolor, duelo, y el más grande de los sacrificios por la redención de la humanidad, pero que sobre todo representa la esperanza de la resurrección.
Hay siempre mucho que aprender en cada mensaje de las Sagradas Escrituras, y por más conocimientos especializados y sofisticados que se tengan, nada más valioso que la sabiduría que entrañan lecturas milenarias que son intemporales y mantienen su esencia como lecciones vitalicias para una humanidad que se vanagloria de tantas conquistas, pero que sigue fallando en lo esencial, comprender el significado de la vida, así como cuán frágil y efímera es esta por más glorias terrenales que podamos alcanzar.
Es necesario recordar que todo lo que atesoramos en esta tierra es perecedero y que al final de nuestras vidas nada de lo acumulado cuenta, que no sean las buenas obras que hayamos podido haber hecho, y haber tenido la humildad de pensar más en estar listos para la llamada final, que en afanarnos por estar listos para las propias victorias como reseña la parábola de las diez vírgenes, habiendo sido prudentes estando preparados, y no necios pensando que tendremos tiempo luego para hacerlo, porque el gran misterio de la finitud de la vida, es que nadie, por más sabio o poderoso que sea conoce el día ni la hora en que será llamado de esta tierra.
Y no se trata de que ahora seamos más necios o menos prudentes, sino que es algo consustancial a la naturaleza humana, que en estos tiempos modernos en los que el afán de la inmediatez muchas veces eclipsa la profundidad, y en los que la exaltación de lo material, el culto al ego, la satisfacción de exhibir lo que se tiene y creerse superior, y el egoísmo que nos lleva a solo pensar en el placer personal, emulan los dioses falsos que adoraron nuestros antepasados desviando su confianza del único Dios, y cada uno de nosotros en su interior debería ser capaz de identificar cuáles son esos becerros de oro que nos construimos quizás sin advertirlo, y que nos alejan de la verdad y el buen camino.
Debemos siempre cultivar la capacidad de discernir lo bueno de lo malo, que no tiene necesariamente que ver con lo que sea considerado normal, o que sea admitido y tolerado, pues muchos de los peores actos de la humanidad fueron en su momento respaldados por gran parte de las personas, y los más horrendos crímenes e injusticias siguen todavía siendo justificados por quienes quedan ciegos ante el poder, o por aquellos que prefieren seguir a quienes complacen sus apetitos, aunque esto sea a costa del agravio y sufrimiento de los demás, mientras las mayores obras fueron condenadas y desechadas.
Ese análisis interior que cada día debemos hacernos, y que es tan necesario antes de tomar decisiones, debe siempre escuchar el ángel que de alguna manera todos llevamos dentro, y silenciar las tentadoras llamadas que todos podemos experimentar, las cuales conducen al gozo inmediato que se deriva de riquezas y placeres obtenidos, de conquistas y coronas materiales, que tarde o temprano arruinan vidas, desaparecen la paz, y terminan cubriendo de vergüenza y oprobio a quienes en su momento se creyeron poderosos, y a quienes desafiaron las reglas creyendo que encontraban el atajo perfecto.
El camino de la vida de alguna manera como el triduo está colmado de esperanzas, de sacrificios, de alegrías y de dolor, y muchas veces nos afanamos en buscar tantas cosas que nada valen y trocamos la paz de conciencia por la concupiscencia. Lo dijo el profeta Isaías ocho siglos antes de Cristo y sigue siendo profundamente sabio e igualmente válido hoy día, en vano nos cansamos, y en viento y en nada gastamos nuestras fuerzas, porque seguimos sin aprender que la verdadera recompensa no está en las cosas materiales, sino que esta solo nos la puede dar Dios.