Si comparamos las elecciones que acabamos de vivir con los numerosos comicios traumáticos que he conocido en mi larga vida dominicana se puede decir, como lo pregona a saciedad la prensa y el partido ganador, que acabamos de “celebrar una gran fiesta de la democracia”. Una fiesta de gente selecta en la cual no participaron las grandes mayorías.
Cierto, hemos avanzado. Recuerdo procesos electorales donde los dirigentes de izquierda se recluían, en un lugar secreto, la noche de las elecciones para evitar ser arrestados en sus domicilios al día siguiente en caso de patatús electoral.
También recuerdo el proceso de rasuración que venía a agregarse a la tinta indeleble y que para una francesa recién llegada me parecía tanto peligroso como chocante. Tampoco olvidaré la noche de las elecciones de 1990 cuando nos despedimos de Juan Bosch como presidente electo de la República con ramos de flores en las manos, y nos despertamos con un cuadro totalmente diferente.
El pasado proceso electoral fue bien organizado, transcurrió de manera ordenada y sin trances. Solo quedan algunas anécdotas como las leves diferencias en recintos situados a 800 metros de distancia, como en Arroyo Hondo, donde en uno no revisaban a la gente antes de entrar y en otro los militares realizaban una revisión corporal a los hombres y no se permitía entrar con sus carteras a las mujeres para que no introdujesen sus celulares al lugar de votación.
Me llamó también la atención el nivel de complejidad de las boletas, que seguramente habrá aturdido y confundido a más de un votante letrado.
Sin embargo, hoy quedan dos grandes certezas. La primera, que el PRM arrasó. La segunda, que la mitad de la población no votó. Que el PRM haya ganado con tan amplio margen es una derrota para la oposición. Denunciar ahora el uso de los recursos del Estado es de mal gusto cuando se sabe que todos los gobiernos anteriores han incurrido en esta facultad que brinda el poder.
Los resultados invitan a reflexionar sobre la abstención. ¿Qué ha primado? ¿La desmotivación de una parte de la población por la elección de alcaldes o regidores y/o la política en general, o la compra/venta de cédulas en las zonas más deprimidas?
No podemos olvidar que en la República Dominicana hay todavía mucha gente pobre y que recibir un dinerito por no votar puede ser más que bienvenido y asegurar las tres calientes del día. En estas situaciones reñidas con la ética -y con la ley- lo más grave es el caso de los partidos que se prestan a comprar cédulas (para que no se vote por el adversario), o votos (para que se vote por determinados candidatos).
Lo que preocupa es que, por ejemplo, en el municipio de Santiago Distrito solo ejerció el derecho al voto el 32.08 % de los inscritos, lo que significa que la mayoría no se siente partícipe de la “gran fiesta”, seguramente porque ha padecido de años de políticas desconectadas de sus intereses mientras la brecha social se ensancha cada día.
Dentro de este grupo habrá que analizar si se trata de personas que no se movilizan porque piensan que los candidatos, cual que sea su color, son “más de lo mismo”, no saben qué es la participación ciudadana, o si la ruptura es mucho más profunda, generacional y social como la que existe entre la música clásica y la de Tokischa.