Es un vacío suave, digerible porque lo mido

cada día y lo cubro con una cortina fina hecha

de recuerdos de los más anhelados, su mirada

cuando me fui de casa aquella primera vez

por el viaje larguísimo a la costa este donde

había decidido estudiar en la universidad,

de caminar a la madurez acompañado sí

por mis profesores y amigos nuevos pero

no por mis papás ni mis hermanos. No escribo

algo novedoso. Todos viajamos. Pero

no pensé en aquel entonces que mi madre

también iba a viajar, a este último recinto

que se llama el Cielo. ¿De verdad aquellos

billones de estrellas son almas que han dejado

sus huesos y cenizas en la tierra? ¿Somos

tan soberbios que proyectamos a nuestros

seres queridos para formar el universo?

Así es, querido lector, no nos queda

otra manera de entender el viaje que nunca

se espera y que siempre ocurre como

un destello de luz y su rápida desaparición.