La pintura de Ana Durán (1977) tiene una cualidad onírica, pasional y fantástica. Sus lienzos nos revelan un universo voluptuoso. En sus obras se percibe una constante búsqueda espiritual. Un deseo de interconexión cósmica, donde el cuerpo femenino se revela como el centro del mundo, que engloba a todas las formas y el erotismo que las despedaza. Paradoja visual que crea una tensión de impulso puro.
Utopía de la desnudez, del cuerpo presente en su verdad. Es toda la plenitud gozosa de los sentidos embriagados que se entregan al despilfarro fantástico. Desnudez transfigurada: no subentiende nada detrás de la red de signos que bellamente tejen zonas erógenas, barnizadas de colores azules. Prendas “ceñidas”, fajas, guantes, vestidos y ropas “cerca del cuerpo”, sin contar con el bronceado de algunas de sus figuras, como leitmotiv de la “segunda piel”, donde el cuerpo no se acaba, y que sólo la metafísica establece como línea de demarcación del mismo cuerpo.
Cuerpo que es negado en provecho de una segunda piel no porosa, sin exudación ni excreción, ni caliente ni fría (es “fresca”, es “tibia”: climatización óptima), sin granos ni asperezas (es “dulce”, es “aterciopelada”), sin espesor propio ( “la transparencia de la tez”), sobre todo sin orificio (es “lisa”). La segunda piel es funcionalizada como un revestimiento de colores primarios.
En Ana Durán, todas estas cualidades (frescura, suavidad, transparencia), son cualidades de clausura. Grado cero resultante de la denegación de los extremos ambivalentes. Lo mismo su “juventud”: el paradigma “joven/viejo” se neutraliza a través de una inmortal juventud y una alegría que eterniza el instante.
Estas cualidades crean un soplo de sensualidad y vitalismo, donde el cuerpo como destino debe ser conjurado a cualquier precio, como proyección de uno mismo, en la apropiación individual del deseo, de la apariencia de la imagen. Así, el cuerpo, ya no es un lugar de alteridad, sino de identificación y muerte. De ahí urge reconciliarse con él, repararlo, perfeccionarlo, convertirlo en un objeto ideal.
La redefinición del cuerpo por parte de Ana Durán se indica en términos ambiguos. Por una parte, es blando y redondo (sugiriendo la docilidad); por otra parte, también es amenazador. Durán sigue las modulaciones de la feminidad planteada por su cuerpo para crear una autoidentidad diferente y plena de poder y para cuestionar la estructura del placer voyeurista. Rehusando el papel de objeto de la mirada escrutadora, utiliza su arte para representar su cuerpo en el dominio público en sus propios términos.
La tradición del desnudo femenino no es simplemente cuestión del artista masculino o el espectador que imponen orden y controlan el lienzo o el cuerpo femenino. Hay otra relación en juego. La mitología del genio artístico propone un modelo de masculinidad y de sexualidad masculina que es libre de movimiento en su búsqueda, ilimitada, que necesita contener dentro de formas. La mujer y la feminidad proporcionan ese marco cultural; la mujer controla y regula el pincel impetuoso e individualista.
Para Ana Durán, la metáfora sexual funciona para mantener en custodia la diferencia sexual, para contener tanto el cuerpo femenino que se representa como el cuerpo del espectador/crítico. La mirada también está a menudo constituida en términos fálicos, de tal manera que la puntualidad de la línea de visión se opone a la profundidad, la superficie y el espacio del objeto visto. Esta construcción de la visión define la mirada estética como cerebral más que corporal mientras que también, desde luego, afirma el poder de la mirada. Así, el ojo del espectador es libre de errar sobre las formas del cuerpo femenino en la imagen, imponiendo juicios que desarrollan una narración sexualidad sin perturbar la integridad corporal. Pero ¿qué ocurre cuando la mirada se vuelve descarada, cuando el deseo de ver se convierte en una necesidad de tocar? Durán traza, aquí, el punto más intenso de la mirada, cuando la vista invoca el tacto.
Los seres de esta joven pintora, viven en una especie de espejismo interior, en una autorreferencia carnal y dichosa. Su universo erótico se traslada y parece saltar de una figura a otra. Del mismo modo salta la mirada del observador de un lado a otro, por encima de los puntos vacíos que hay entre las figuras, de fuerte presencia, que casi se podrían tocar.
El cuerpo silencioso, mental, ya molecular (y ya no especular); cuerpo metabolizado directamente, sin la mediación del acto o de la mirada, cuerpo inmanente, sin alteridad, sin puesta en escena, sin trascendencia; cuerpo entregado a los metabolismos implosivos de los flujos cerebrales; cuerpo sensorial, pero no sensible, ya que está conectado a sus terminales internas y no a unos objetos de percepción (por esta razón es posible encerrarlo en una sensorialidad “blanca”, nula, basta con desconectarlo de sus propias extremidades sensoriales, sin el mundo que lo rodea);cuerpo homogéneo, en una fase de plasticidad táctil, de maleabilidad mental; cuerpos sin representación posible, ni para los demás, ni para sí mismos: cuerpos alejados definitivamente de su resurrección.
En Ana Durán, pintora de estilo neoclásico, los paraísos presentan un mundo de espectros con el que sueñan los hombres. El mundo terrenal y el celestial no denotan solución de continuidad. Ana Durán utiliza diferentes intensidades de color para diferenciar a los dos ámbitos: la esfera terrestre suele caracterizarse por una baja intensidad, mientras la esfera celestial se caracteriza por una alta intensidad de colores y formas.
La predilección de Ana Durán por una belleza determinada hace que escoja a los modelos con los que puede subrayar mejor su propio talento: mujeres bellas, con cualidades ricas y generosas, que transmiten una sensación platónica.
En esta obra, ¿se transforma una mujer en una diosa, o una diosa en una mujer? En el espejo se produce una metamorfosis hacia una belleza intocable, ideal, cuyos ojos abiertos, como en los clásicos, miran hacia mundos misteriosos.