Las declaraciones del reputado historiador Roberto Cassá, sobre el tema Haití/República Dominicana, avivan la discusión sobre la crisis de Haití y su supuesto o real impacto de esa circunstancia sobre nuestra sociedad. Desafortunadamente, por la forma y contenido, sus afirmaciones reaniman la confusión, incomprensión y distorsión con que algunos sectores tratan ese tema. Afortunadamente, no obstante, fortalece la tradición de voluntad, objetividad y racionalidad en el tratamiento de esta cuestión iniciada en los años 60 por algunos historiadores y profesionales de otras ciencias sociales. La solidez y riqueza de matices con que la historiadora Quisqueya Lora refuta dichas declaraciones y otros enfoques, son ejemplos.

En efecto, luego del ajusticiamiento de Trujillo historiadores del talante de Hugo Tolentino y sobre todo de Emilio Cordero Michel, iniciaron un proceso de revisión de la historia tradicional dominicana, parte una importante de ella escrita durante la dictadura, reenfocando algunos temas y desmontando algunos mitos.  Pero esas ficciones han permanecido, profundizándose y ampliando en la medida se acentúa el proceso de descalabro económico, político, social e institucional de Haití, paralelamente con el significativo crecimiento económico dominicano y su consiguiente demanda de mano de obra que es suplida, básicamente, por la migración haitiana que llega al país al margen de todo control y en medios de cuestionamiento a algunas medidas con las que se pretende regular.

Esa circunstancia determina que, además del tema de las relaciones entre los estados dominicano y haitiano, surjan discusiones sobre la cuestión migratoria, derechos humanos, historia de las relaciones entre las comunidades de ambos países, sin que falten las cuestiones de racismo y la xenofobia, latentes y manifiestas en la historia de ambos países. Por eso, se fortalece la pertinencia de la la una mirada crítica y objetiva en la historia de las relaciones dominico/haitiana. En ese nuevo enfoque se han destacado numerosos cientistas sociales que han bebido de la inagotable fuente de la perspectiva historiográfica iniciada en los años 60, lo que permite a Quisqueya Lora demostrar que ninguno de los principales autores haitianos cuestiona de la legitimidad de República Dominicana.

De su lado, María Filomena González hace un análisis comparativo de los textos escolares de los dos países y tampoco encuentra ese supuesto cuestionamiento. En cuanto al mito de la fusión de la isla, en los estudios de los historiadores en los 60, ni en los sociólogos historiadores y antropólogos que han hecho investigaciones o publicaciones sobre las migraciones y temas como etnia, religión y cultura relacionados con la temática haitiana, se encuentra una sola afirmación que favorezca la inmigración indiscriminada, ni la integración entre las dos naciones, tampoco en ONG alguna o en cualquier hacedor de opinión a través de medios orales o escritos, ni en ningún dirigente de izquierda reconocido.

Aquí, Joaquín Balaguer plantea en su libro “La isla al revés”, el tema de la indivisibilidad al decir: “del olvido del pasado puede renacer, unidos los dos pueblos por la vecindad que les ha sido impuesto geografía y la historia, una indivisibilidad más honorable y mucho más duradera…” Esa ficción no se la creía ni el mismo Balaguer, quien de la simulación hizo religión. En el pasado, por razones harto explicada ese tema fue recurrente en Haití y, como plantea Quisqueya, ya no es cuestión de interés de historiadores ni de personajes públicos de allí. Que allí uno que otro lo piense resulta intrascendente, lo esencial es que así no piensa la casi absoluta mayoría de la intelectualidad haitiana y dominicana.

Otra cuestión que está clara, pero que algunos no admiten es que, si bien todo estado tiene pleno derecho de reglamentar las migraciones, de decidir quiénes y cómo pueden entrar al país, ese derecho a aprobar una Ley, resolución o normativa tiene sus límites, y estos no son otros que el respeto al Derecho mismo, a derechos humanos universalmente reconocidos y el reconocimiento de tratados internacionales de los cuales un estado es signatario. En ese sentido, es un desatino calificar de prohaitiano a quien exige ponerle fin a la arbitraria e inhumana práctica de deportar en caliente a niñas, niños y adolescentes, a buscar parturientas haitianas o de origen “hasta debajo de las piedras” para deportarlas y a nacionales dominicanos de origen haitiano o haitianos, muchas veces con sus documentos.

Antidominicanismo y antihaitianismo existen en ambos lados y esas taras, como toda tara, se aprende, se enseña consciente e inconscientemente. Afortunadamente, eso solo lo practica un puñado de intelectuales y profesionales de aquí y de allá. Hace unos años eran frecuentes los encuentros entre intelectuales de ambos países, que dialogaban, intercambiaban puntos de vistas, y hacían publicaciones conjuntas sobre temas de mutuo interés, en breve, asumían sus funciones con responsabilidad. Desgraciadamente, el sostenido agravamiento de la crisis haitiana determina una suerte de pérdida de la racionalidad y una tendencia en algunos a magnificar los elementos más negativos que configuran esa crisis y la historia de los dos países.

Por consiguiente, urge volver a esos tiempos porque resulta imperativo la búsqueda de vías hacia el entendimiento. A esto pueden ayudar las universidades y centros que promueven iniciativas tendentes a que nos entendemos como comunidades que no pueden eludir una inevitable vecindad y a que dejemos querellas y reproches fuera de lugar y de época.