Cada época tiene sus propias particularidades y características, al mismo tiempo que marcada por unos acontecimientos históricos determinados. Luego de la II Guerra Mundial vivimos una época bipolar caracterizada por la dicotomía ideológica capitalismo versus socialismo. Conocíamos las consecuencias de uno y contemplábamos con esperanza de que el otro instauraría otras maneras de organizar y vivir la vida. La realidad histórica está ahí y cada uno que haga su propio juicio.
El 9 de noviembre del 1989 el mundo vivió un hecho que pronosticaba un cambio radical de época, la población alemana de manera pacífica derriba el muro que les había dividido “simbólicamente” entre ambos sistemas de vida. Dicen algunos incluso, que marcó el fin de la llamada “guerra fría”, inaugurando, según otros, la construcción de un nuevo orden mundial que nos colocaba ante el futuro inmediato con muchas incertidumbres.
En aquellos años y en plena juventud, el sentido de la vida que muchos jóvenes compartíamos era la esperanza de un cambio social, muchas vidas sacrificadas en aras de este proyecto. Desde la fe en Jesús, el Cristo y el Crucificado, y guiado por su Palabra, un número importante de jóvenes procurábamos vivir la vida desde esa perspectiva. Teníamos referentes históricos importantes, algunos más radicales que otros en su accionar social. Con sus estilos de vida, permitían pensar y vivir el evangelio encarnado en las realidades en que accionábamos. En aquel entonces dos organizaciones de naturaleza eclesial, pero con características distintas, ofrecían la posibilidad de un accionar que les proporcionaba significado y sentido a nuestras vidas, fueron la Juventud Obrera Católica (JOC) movimiento fundado por el reverendo Joseph Cardijn en Bélgica y que en nuestro país tuvo el acompañamiento del P. Fernando Arango, sacerdote jesuita. Con su aprobación papal en el año de 1926 se propagó internacionalmente. El segundo, la Juventud Estudiantil Católica (JEC) que tiene sus orígenes en el Movimiento Internacional de Estudiantes Católicos que nació hacia el año 1921 como una federación de los movimientos católicos estudiantiles. Es hacia el 1925 que nace como JEC, como parte de los movimientos especializados de Acción Católica. En República Dominicana se inicia hacia mediados de los años 60, luego de la Revolución de Abril, con la llegada del Hno. Lasallista Alfredo Morales. Ambos movimientos inspirados en los Evangelios procuraban promover la reflexión sobre temas sociales, políticos, económicos, culturales y religiosos, potenciando la responsabilización y participación de los jóvenes en la vida social y política. No puedo olvidar que estas reuniones seguían un riguroso método que nos permitía la unidad realidad-evangelio-acción, VER-JUZGAR-ACTUAR, mejor conocido como “Revisión de Vida”.
La vida personal como incluso estudiantil y posteriormente profesional, estaba enmarcada en la decisión asumida de manera consciente, pero también celebrada con otros, por la Palabra contenida en los evangelios y los Hechos de los Apóstoles. La Teología de la Esperanza, como también la Teología de la Liberación y muchos otros teólogos contemporáneos, se constituyeron en referentes intelectuales para darle contenido a la vida decidida y compartida. Fue lo que nos llevó a algunos a encarnarnos en el contexto de los más desamparados y asumir la perspectiva evangélica desde “los más pobres”. Los documentos conciliares (Vaticano II) como los que emanaron de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano conocido como los documentos de Medellín (1968), nos ofrecían el marco de referencia eclesial y pastoral para justificar y explicar las decisiones asumidas. Vivir la vida radicalmente desde la fe contenida en la Palabra y la opción preferencial por los pobres, se constituye en estandarte entonces.
Todo ese marco era lo que servía de base y, al mismo tiempo, se constituía en la guía para el desarrollo del Proyecto de Vida. Muchos otros jóvenes en América Latina y otros países del mundo, asumieron este reto que le daba sentido y significado a sus vidas. Unos, y no muy pocos, la perdieron en el camino asumido. Su sangre humedeció y abanó el suelo de muchos pueblos latinoamericanos. En unos más que en otros, pero no hay país en América Latina que no guarde en su memoria los nombres de un gran número de jóvenes quienes ofrendaron su vida por el bienestar de su pueblo, como respuesta inspirada en la Palabra.
Pero, como dice la canción, “la vida da vueltas y el tiempo corriendo pasa”, nos encontramos hoy en un mundo y en una sociedad distinta, diferente, donde los referentes históricos e institucionales han cambiado, son otros y con otras características.
En el terreno político, pasamos de la bipolaridad a la unipolaridad, con una consecuencia inmediata y, diría, algo complicada. El enfrentamiento capitalismo vs socialismo tenía como tela de fondo al ser humano y su dignidad, y, con ello, todo el tema de la justicia social, la lucha contra la desigualdad social y la violencia estructural, así como la reivindicación del ser y no la del tener. Es decir, la dimensión humana se colocaba en el centro mismo del accionar social y político por el cambio social. Era la esperanza, la utopía entonces.
El mundo que se estructura luego es otro, marcado por la globalización y el influjo poderoso del mercado, donde todo se hace “mercancía” y adquiere valor de compra, y que en su configuración borra y prácticamente hace desaparecer lo estrictamente humano como principio, sustituyéndolo por el objeto apetecido a como de lugar, y haciendo del éxito personal la regla de juego sin importar incluso el camino para alcanzarlo. Los jóvenes hoy tienen una frase algo complicada al respecto: “to e to y na e na”.
Por supuesto, el sentido de lo nacional, lo comunitario e, incluso, hasta lo familiar se desdibuja ante el galopante y exacerbante individualismo. El propósito de vida no va más allá del éxito anhelado o el objeto apetecido, por lo que el compromiso se torna “consigo mismo”, y solo pudiendo llegar al otro, como un ejercicio de eventual de “solidaridad humana con el más desvalido”.
Las ideologías políticas se desvanecen, lo que llevó a Francis Fukuyama a proclamar “el fin de las ideologías o la convergencia entre capitalismo y socialismo”; haciendo honor a tal acontecimiento cobra vida aquel tango que lleva como título Cambalache, escrito y musicalizado por Enrique Santos Discépolo en 1934 y que en dos de sus estrofas nos dice:
Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor
Ignorante, sabio o chorro, pretencioso estafador
Todo es igual, nada es mejor
Lo mismo un burro que un gran profesor
No hay aplaza’os, ni escalafón
Los inmorales nos han iguala’o.
Si uno vive en la impostura y otro afana en su ambición
Da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos
Caradura o polizón
En este mundo sin un aparente norte colectivo en procura del bienestar de todos, y solo encaminado, aparentemente, hacia el éxito personal a toda costa, o hacia el consumo de lo grotesco y lo burdo como objetos de deseos, el proyecto de vida como proyecto social se ve seriamente limitado y, hasta cierto punto, cuestionado.
En ese contexto el sentido de la vida y su espiritualidad, y con ello los principios y actitudes que configuran la cualidad de una persona o de un colectivo que guían y dan congruencias a su pensar y su actuar, se desdibuja.
La pregunta que dejo en el aire con el ánimo de recuperar posteriormente es: ¿Cómo construir un sentido de la vida hoy y qué espiritualidad le daría sentido?