Aquellos que hemos seguido los procesos de reforma recientes a nuestra Constitución, particularmente el que culminó con la aprobación de la actual, sabemos que ha habido una gran ilusión con el tema de poder realizar un proceso a través de una asamblea constituyente elegida para redactar dicha reforma, lo que fue reclamado en ocasión de la amplia reforma realizada en el año 2010 y no fue aceptado, habiéndose decidido fuera realizada por una comisión de expertos, la cual realizó diálogos a nivel nacional para recibir comentarios como una forma de mitigar el reclamo.

Como parte de los acuerdos para salir de la crisis político-social que vivió Chile en el año 2019 se realizó un plebiscito constitucional en octubre del año 2020 mediante el cual los chilenos eligieron una comisión constituyente de 155 personas para redactar la nueva Constitución y sustituir así la de Pinochet, habiendo ganado más de la mitad de los escaños los candidatos independientes, y los izquierdistas consiguieron más de dos terceras partes de estos, lo que les dio el control total del proceso, ya que se requería para aprobar una mayoría de dos tercios.

El pasado domingo 4 de septiembre se celebró un nuevo plebiscito en Chile para aprobar o rechazar la propuesta de nueva Constitución, votación en la que debutaba el voto obligatorio y la inscripción automática, en la cual el rechazo ganó por un margen abrumador de 62%, y aunque las últimas encuestas que podían ser publicadas dos semanas antes del plebiscito ya proyectaban el triunfo del rechazo, se pensaba que el impulso del presidente Boric a esta podría inclinar la balanza o que el resultado fuera más reñido, jamás que fuera tan apabullante como resultó, pues venció cómodamente en todas las regiones del país, incluso en la capital con un 55% , un bastión clave en la reciente elección del presidente.

Como había advertido el expresidente Ricardo Lagos el texto emanado de la convención constituyente no había servido al propósito de “unir a los chilenos”, y además resultó ser una reforma demasiado drástica para ser aprobada en una sociedad dividida, y demasiado amplia, lo que produjo que los rechazos a determinados aspectos eclipsaran las aprobaciones de otros. Una propuesta de 170 páginas y 388 artículos es difícil de digerir, y mucho más de aprobar en bloque, lo que colocaba a los chilenos en la posición de tener que decidir al rayar su boleta si aprobaban o rechazaban temas que resultaron altamente conflictivos como la definición de Chile como un “Estado plurinacional”, lo que significaba que 11 pueblos indígenas que representan aproximadamente el 13 por ciento de la población, podrían haber sido reconocidos como naciones autónomas dentro del país, con sus propias estructuras de gobierno y sistemas judiciales, o la eliminación del Senado,  u otros tan absurdos como pretender convertir en sujeto de derechos a la naturaleza.

Son muchas las lecturas que deben hacerse de este proceso, pero queda claro que un rechazo tan contundente a una carta magna que habría consagrado más de 100 derechos, más que cualquier otra, cuyas propuestas de cambios costarían entre 9 y 14 por ciento del producto interno bruto, según calcularon economistas, es un fracaso de la convención constituyente, a la cual por más paridad e inclusión que tuviera, (78 hombres y 77 mujeres, entre los cuales 8 integrantes de la comunidad LGBT), un promedio de edad de 44,5 años, y una composición plural de 59 abogados y 7 estudiantes, 20 profesores, 9 ingenieros, 5 periodistas, 6 exlegisladores, 9 exfuncionarios, ​ 17 representantes de pueblos indígenas, le faltó capacidad de concertación, madurez, prudencia, sensatez y sentido político.

Ni una Constitución está hecha para contemplar todas las aspiraciones posibles como lamentablemente está siendo la tendencia en Latinoamérica con constituciones que constituyen largos e irrealizables catálogos de derechos, de la cual no somos excepción, ni ningún grupo puede pretender que puede imponer su visión en una sociedad. Por eso las reformas requieren de mucho diálogo, de construcción de consenso, de saber ceder algunas para ganar otras, y de la inteligencia emocional para comprender lo que está más allá de lo posible por más justo o deseable que nos resulte. Con su derrota, la convención constituyente chilena no solo perdió el plebiscito, también puso de manifiesto que una reforma constitucional no es buena simplemente porque surja de una asamblea constituyente, ni mala porque no resulte de esta.