«Lo que parece haber pasado por alto, sin embargo, es que, en el curso de dicha adaptación, esos medios y formas también se han visto considerablemente alterados y que… también ha cambiado el significado de las «relaciones significativas». –Zigmunt Baumant-.
Mi pensamiento, débil como la compresión que tengo de los sucesos sociales acaecidos, no aflora con claridad meridiana el día exacto de marzo del 2013 en que la democracia partidista sufriera una estocada mortal. Lo que sí llevo muy presente es que después de haber alcanzado una votación de más de un 47 por ciento de los votos en las elecciones del 2012, y, en contra de la peor estructura diseñada para a perpetuidad de un sistema carroñero, una turba constituida en Tribunal Disciplinario decidió expulsar de las filas perredeístas a Hipólito Mejía.
Papá, apodo enraizado en la psique popular, había cristalizado, para entonces, los deseos de cambio a través de un ambicioso programa de gobierno cuya bandera fundamental era sacar de raíz la corrupción administrativa y, su hija predilecta, la impunidad judicial de la política de Estado. El líder humano, cercano y campechano fue objeto de la peor traición interna por parte de un eterno aspirante reducido a la nada, sin legado ni discípulos, cuyos actos lo perpetúan en el zafacón de la historia.
Esa expulsión, injusta, descabellada y torpe, fue el germen del hundimiento de una nave que había soportado los embates de vientos huracanados y aluviones, logrando, gracias al empeño y desempeño de sus capitanes y una tripulación dotada de lealtad, sortear la marea e izar las velas que lo llevaran a puerto seguro en otras ocasiones. Esta acción antijurídica, antipolítica, antehistórica y anacrónica, provocó indignación y repugnancia a quienes dimos todo por la unidad del partido del “jacho prendío”.
Con Hipólito partió lo mejor de lo viejo del partido, desde Hugo Tolentino a Faride Raful, siendo el primero el ideólogo por excelencia de la creación de una casa nueva, apartada de los vicios del pasado y sustentado en el liderazgo de un peñagomista auténtico. El historiador estaba convencido de la imposibilidad de concitar acuerdos políticos con quien ve esa ciencia como una actividad comercial, un receptáculo vacío, sin ideas ni principios, un ente sin formación que solo apelaba a la utilidad neta como forma de existencia.
Pronto la base, herida y desesperanzada por los acuerdos de aposentos del innombrable, descubiertos y puestos en evidencia a la sociedad, inició un éxodo masivo a un lugar aún sin definir, pero con la ilusión de renacer bajo los influjos del pensamiento y obra de José Francisco. Ido físicamente un diez de mayo de 1998, pero vivo en la memoria de quienes vimos en él, la encarnación humana de las mejores ideas en beneficio de la colectividad.
Mayoritario es el nombre distintivo dado en aquel entonces a la fracción desprendida del PRD. Ciertamente lo era, ciertamente lo es. Desde aquel momento, fue refugio de todos los que, buscando una tierra fértil donde sembrar y ver nacer sus ideas, salieron huyendo de la casa de un déspota que prefirió un armazón vacío, a permitir el libre juego de la democracia como herramienta fundamental del desarrollo estructural de los partidos y la participación del otro para la instalación de la alternancia en los mandos internos.
Uno por uno, uno tras otro, fueron construyendo el arca social donde prevalece aún y después de aquel diluvio de mazos de pseudo jueces sentenciadores de inocentes, algo de Peña, Hugo, Tirso e Yvelisse, eso que movilizó el andar. Algo de lo que hablaremos en otra entrega.