La forma en que el legislador armoniza la convivencia de los principios de obligatoriedad y de oportunidad puede ser distinta según se siga un modelo de libre discrecionalidad para acusar, como sucede en los países del common law por fuerza de la costumbre y su jurisprudencia, y también en Francia por reconocimiento legislativo y bajo ciertas limitaciones, o se asuma el sentido de legalidad procesal como obligatoriedad incondicionada para todos los hechos criminales (caso italiano), o en cambio se reconozca la oportunidad como una potestad reglada, al establecerse condiciones formales y sustanciales sujetas al control judicial para la validez de la renuncia a accionar o del retiro de la persecución penal en base a circunstancias predeterminadas o determinables por criterios de política criminal, como es el caso alemán como prototipo más desarrollado del derecho comparado, y que también es el caso dominicano y de la mayoría de Estados iberoamericanos con sus respectivos matices.

Pero aún en los regímenes donde el ejercicio del principio de oportunidad es una potestad reglada -como ya hemos dicho-, debe reconocerse al menos cierto margen de discrecionalidad en el ejercicio de la acción pública, como característica consustancial a la selectividad penal y herramienta necesaria para el correcto funcionamiento del sistema penal en el que se pretenda una política criminal eficaz y de diseño estratégico.

Podría entenderse como un contrasentido hablar de discrecionalidad a propósito de una misma institución que reconocemos como potestad reglada, y lo sería si no especificamos a qué discrecionalidad nos referimos, su relatividad, a partir de qué diligencia se extingue el componente discrecional y entra en vigencia su reglamentación y con ello el control judicial.

Conforme a las disposiciones de nuestro CPP, empecemos por identificar el denominado “principio de oportunidad” como potestad reglada por el conjunto de institutos que permiten matizar o flexibilizar el principio de legalidad procesal, posibilitando que, no obstante la comisión de delitos o su sospecha razonable, la acción pública pueda no ejercerse, hacerse cesar, suspenderse o interrumpirse, renunciándose a la persecución penal, cuando no, modificándose su normal evolución y el curso progresivo del proceso, al alterarse el orden procesal ordinario prestablecido -inclusive- con incidencia en la pena imponible. Por lo que entran en este plexo normativo las tituladas específicamente como criterios de oportunidad en los Art. 34-36 y Art. 370.6, así como la conciliación (Arts. 37-39), la suspensión provisional del procedimiento (Arts. 40-48), el procedimiento penal abreviado (Arts. 363-365) y el acuerdo parcial de culpabilidad (Arts. 366-368).

Es relevante advertir que estas reglas se aplican a la acción penal que ha sido ejercida a partir de un acto formal de imputación, como son la solicitud de imposición de medidas de coerción o la presentación de la acusación. Sin embargo, a decir del maestro Binder (2014:423), “implican también un cuadro de reglas que orientan el ejercicio discrecional propio del ejercicio de la acción por parte del Ministerio Público, antes del “ejercicio” de la acción, en sentido estricto (…) si bien se puede tomar en sentido indicativo, la discrecionalidad del Ministerio Público antes del ejercicio inicial de la acción es siempre mayor.”

En ese sentido, durante el procedimiento preparatorio el MP dispone su mayor margen de discrecionalidad al decidir si ejercitar o no la acción penal, y una vez ejercitada, se sigue manifestando lo discrecional cuando decide en su estrategia de persecución enfocarse en determinado imputado, solicitándole medidas de coerción y respecto de otros no, o simplemente intensificando, dirigiendo o enfocando la investigación en relación a algunos hechos o procesados antes que otros (Arts. 92 y 93, CPP). Así también cuando califica los hechos, o prescinde de algunos al formular su acusación, aun cuando luego el juez de la instrucción practique una recalificación para favorecer al acusado o desestime parcialmente la teoría fáctica del MP al dictar el auto de apertura, o lo haga totalmente al decidir un no ha lugar. Y es que, no obstante estas posibilidades la decisión original del MP fue adoptada libremente y en el marco de sus atribuciones, y en todo caso el juez no podría alterar la estructura básica del hecho (Binder) o la unidad natural del acontecimiento histórico (Maier), ni ir más allá de los contornos o del alcance del relato fáctico que motiva la acusación, como tampoco -en principio- invalidarla porque tal ha sido dicha decisión fiscal.

Igualmente el MP ejerce esa discrecionalidad al convertir la acción pública en acción privada -aun cuando deba observar presupuestos legales, pues la existencia de estos no impide que decida no convertir la acción y ejercerla-, o cuando adopta un particular criterio de oportunidad respecto de determinado procesado o caso, y no respecto de otro en circunstancias aparentemente idénticas, o al elegir dicho criterio dentro del abanico legal de opciones, pero solo hasta ahí, pues a partir de esta decisión siempre trascendente de cara al interés público y la vigencia del imperio de la ley entra en aplicación el debido proceso que reglamenta y condiciona en adelante el ejercicio de tal selectividad basada en la “oportunidad” o conveniencia.

Frente a hechos penales concretos comunicados en una querella o denuncia, por no decir vía el eco social (notitia criminis), en virtud del principio de Estado de Derecho lo que no debe ni puede legalmente hacer el MP es nada o quedarse de brazos cruzados, como sería «engavetar»  un expediente y negarle a la víctima la tutela fiscal de sus intereses, situación en la cual esta puede acudir a la jurisdicción para romper esa resistencia o indiferencia fiscal -en ejercicio del derecho a la tutela judicial-. Pero nada de esto es óbice para que por razones -más que jurídicas, principalmente- de política criminal, y también morales, técnicas y económicas, se termine por imponer a la víctima la adopción de determinado criterio de oportunidad en acuerdo con su victimario.

Entonces, la discrecionalidad fiscal -como facultad legítima que nace de la autonomía e independencia del MP- empieza por manifestarse en la elección primaria de un orden de prelación para el tratamiento de cada caso, luego al fijar la prioridad en la toma de medidas estratégicas respecto de uno y otro, en la intensidad de la investigación -que puede valer como persecución por su incidencia en los derechos del investigado- y, finalmente en la selectividad penal al decidir respecto del ejercicio definitivo de la acción: acusar o no acusar, cuándo hacerlo, a quién y bajo qué parámetros, y en su caso conforme a cual acuerdo de culpabilidad. Se trata de decisiones basadas en criterios de política criminal y no en presupuestos estrictamente jurídicos. Pero aún en este espacio de actuación relativamente libre del MP, será condición necesaria, pues una exigencia mínima de validez, la racionalidad como fundamento de la decisión respecto del ejercicio de la acción penal; pero no cualquier racionalidad, sino la que es dirigida por el interés público, por eso su margen de discrecionalidad se ve gradualmente afectado en la medida que también lo haya sido el interés público por la gravedad o importancia del hecho que se dice crimen o delito. En definitiva, lo que nunca es una posibilidad legítima es la arbitrariedad o el capricho fiscal como fundamento de su decisión, de ahí el primer y más importante control interno de esa discrecionalidad persecutoria: la racionalidad de la decisión.

En ese orden, lo que la praxis exhibe con total coherencia y en correspondencia de ambos principios -legalidad como manifestación del imperio de ley y oportunidad como sentido primero y último para el diseño y la aplicación de una política criminal eficaz-, es el deber fiscal de siempre investigar y atender los casos que se le presentan con transparencia, independencia, diligencia, idoneidad, objetividad y responsabilidad, respetando el régimen de garantías y la dignidad de las víctimas de los hechos punibles, al procurar adoptar la decisión o dictamen más conveniente en concreción de la justicia, la razonabilidad y el principio de ultima ratio, pues de esta forma protege el Estado de Derecho y contribuye a mantener la confianza social (aunque muchas veces este estándar sucumba como ideal institucional).

A fin de cuentas, importa que el Ministerio Público, y también sus interlocutores procesales, sepan entender y aceptar los alcances de su potestad para abandonar o hacer cesar la acción cuando así resulta racionalmente conveniente por motivos logísticos, estratégicos y organizacionales, reconociendo sus posibles límites y la operatividad de los controles judiciales. Pero esto no podría lograrse sin alto riesgo con base exclusiva en la interpretación del régimen legal aplicable -que en esta materia suele ser una regulación sucinta y limitada (Vgr. Arts. 34-36 y 370.6), pues esencialmente indicativa y programática-, antes que en los principios que deben dar sentido a esas disposiciones de la mano con la política criminal en ejecución.

Sobre el debido proceso que reglamenta la selectividad penal al disponerse de la acción penal en curso versará la próxima entrega de este trabajo.

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Principio de oportunidad como potestad reglada (1)