Contrario a la idea que comúnmente se predica cual verdad de Perogrullo, el Ministerio Público (MP) no tiene el monopolio de la acción penal, al no depender de él su ejercicio en todos los casos; tampoco es su dueño -inclusive de la denominada “acción penal pública”-, no solo por no poder disponer de ella libremente -accesorio esencial de la propiedad-, también porque ésta jurídicamente ya tiene asignada un titular, pues por mandato constitucional pertenece a la “sociedad” -con toda la vaguedad e imprecisión conceptual que esto pueda significar, pues la sociedad no es un ente con personalidad ni capacidad jurídica-, siendo aquel órgano su representante en los procesos penales (Art. 169, constitucional), o en mejores términos, el representante de sus intereses, que regularmente -aunque no siempre- coinciden con los intereses del Estado, ambos idealmente orientados y justificados por el denominado interés público, que no proyecta a otra cosa que a la paz y a la justicia social.

La doctrina procesal comparada en sintonía muchas veces con el lenguaje del legislador suele denominar principio de legalidad a la obligación del Estado -a través del MP en representación de la sociedad- de perseguir -aún- de oficio todos los hechos punibles de acción pública de que tenga conocimiento, no pudiendo suspenderse, interrumpirse o hacerse cesar dicha acción ya en ejercicio sino en los casos autorizados por el legislador, conforme dispone el artículo 30 del Código Procesal Penal dominicano (CPP). También se identifica esa obligación bajo un membrete más acorde a su contenido y que matiza su vaguedad: principio de obligatoriedad de la acción penal pública.

De dicho principio es corolario -entre otras- la idea de que sin acusación no hay proceso, y de haber proceso -que es un producto legal-, este solo puede mantenerse y desarrollarse en la medida en que la acusación se mantenga, no sea retirada o resulte invalidada, lo cual puede suceder únicamente en los casos expresamente autorizados por el legislador. Y como tampoco habría pena sin proceso, es totalmente correcto también afirmar que tampoco habría pena sin acusación, pues toda sentencia condenatoria no puede sino ser un correlato de la acusación y debe estar motivada en su validez y corrección. De ahí que, como una manifestación del principio de legalidad, considero que la acusación constituye el acto más importante de todo el proceso penal, aun considerando la sentencia, pues aquella una condición de esta última.

Sin embargo, la comprensión del funcionamiento del sistema penal y de sus principios rectores, particularmente el de ultima ratio -o de subsidiariedad o mínima intervención-, dan cuenta de que la persecución exhaustiva que implicaría el ejercicio de tal obligación respecto de todos los hechos punibles resulta de imposible realización o cumplimiento estricto, pues una formulación legal artificial tras la que se oculta la praxis real del Ministerio Público en la implementación de la política criminal del Estado, de ahí que con cada vez mayor difusión la doctrina denuncie la crisis del referido principio de legalidad -o bien, de obligatoriedad de la acción penal-. Así mismo, dicha asimilación pondría en perspectiva la concreción de otro principio y su importancia para el sistema penal, usualmente denominado “principio de oportunidad”, y que implica la potestad de selectividad de casos para la persecución penal, en base a la formulación de una política criminal que con preferencia en la justicia material antes que la formal, a su vez tenga en cuenta procurar la eficacia del poder penal y la vigencia del régimen de garantías.

De lo anterior se sigue que no es correcto proyectar ambos principios con el binomio regla-excepción, como hacen múltiples autores, incluyendo el maestro Julio B. J. Maier (2016:793). El principio de legalidad supone una utopía, un ideal irrealizable, pues una ficción que no corresponde a la realidad del funcionamiento del sistema penal ni a sus posibilidades razonables, por esto no podría ser su regla general, al menos no en los términos que se asimila con obligatoriedad de la acción incondicionada. Y esto a pesar del patrocinio político y de las buenas razones jurídicas que adornan el principio, pues en definitiva una quimera institucional.

Distinto sucede respecto del principio de oportunidad, en torno al cual debe girar el diseño de una política criminal que se pretenda eficaz y humanista, articulando criterios objetivos y racionales para la selectividad de casos.

Sería absurdo pretender que el MP persiga y acuse en todos los casos y con la misma intensidad y procuración penal, dada la sola circunstancia de que tengan su causa en conductas típicas. Por ejemplo, al infractor de la ley de derecho de autor por plagio de una canción y al narcotraficante cabeza de un cartel; al conductor autor de un accidente de tránsito y al asesino en serie; o, un robo simple y un desfalco en la cosa pública producto de un esquema de criminalidad organizada.

Así, también sería tonto pretender igualdad de trato de parte del MP respecto de las situaciones distintas o desiguales que supondrían el examen de cada agente activo concurrente en la consumación de un crimen o concurso de infracciones, sin atender objetivamente a los diferentes grados de participación personal en la vulneración del bien jurídico protegido, el respectivo dominio del hecho, y por supuesto, a la posible correspondencia que pueda asumir el acusado frente a las imputaciones, es decir, a su conformidad con la tesis acusatoria, respecto de la reparación del daño causado y su colaboración con el encargo de la averiguación de la verdad de la causa y su prueba, sobre todo en los asuntos complejos. Lo que, bajo la perspectiva de una política criminal conforme a los principios del Estado Social y Democrático de Derecho, va más allá de la correcta calificación jurídica de cómplices y autores que debe hacer el MP en su formulación de cargos, implicando un razonamiento humanista que a su vez supone la concreción de los principios de justicia, de objetividad, de proporcionalidad y de dignidad humana que informan y condicionan -al menos semánticamente- el ejercicio del poder penal.

En efecto, antes que perseguir todo lo que huela a crimen, el MP siempre se ha regido por la selectividad -y digo siempre pues desde su existencia en la versión institucional con que hoy lo conocemos, y aún en su estado embrionario o bajo regímenes dictatoriales-. Y esto no obstante el reconocimiento legislativo del indicado principio de legalidad -o “de obligatoriedad de la acción”-, pues la persecución obraba precisamente a la sombra de la imposibilidad práctica de este principio, que bien disimulaba una extinta poderosísima potestad discrecional de los fiscales.

Con anterioridad a la reglamentación de la selectividad, o principio de oportunidad, la decisión de ejercer la acción penal, acusar o no hacerlo, resultaba en gran medida libre, pues al arbitrio de los procuradores, y solo afectada por el entonces alcance natural de las atribuciones fiscales en la fase preparatoria, limitadas por las implicaciones propias del sistema inquisitivo o mixto, dadas las funciones del otrora juez de instrucción y la desaparecida Cámara de Calificación. Pero la distribución de encargos y poderes compartidos por esos órganos, sus solapamientos y el pretendido contrapeso que procuraban nunca fue óbice para que el MP -entonces y ahora encargado de promover la acción penal hasta su éxito o su fracaso definitivo- ejerciera sin obstáculos institucionales dicha discrecionalidad en la selección de los casos a perseguir. Y esto no pocas veces de forma corrupta, abusiva e impunemente, pues en todos los casos una decisión dirigida por consideraciones subjetivas, ocultas e incontroladas respecto de a quién perseguir, a quién no y en atención a cuáles hechos o no.

A partir de la Ley 76-02 que instituyó el CPP y puso en marcha el sistema acusatorio que organizan sus disposiciones, aún cuando un margen de discrecionalidad fiscal sigue siendo consustancial al principio de oportunidad, con el objetivo de sanear y legitimar la referida facultad fiscal de selectividad de casos, se trata de una potestad ampliamente reglada, sometida al control judicial y a reglas de transparencia institucional. Sin embargo, estas reglas no se entienden ni asimilan por igual entre muchos litigantes, jueces y fiscales, lo cual resulta particularmente peligroso y no menos preocupante cuando se trata de estos últimos funcionarios del sistema penal.

En mi próxima entrega en continuación a este aporte, procuraré explicar el principio de oportunidad conforme a sus posibilidades y distintos escenarios de aplicación, según el régimen de garantías que establece nuestra normativa procesal penal.