En la historia de la humanidad, el poder mal manejado, crea turbulentos momentos para la colectividad y la vida misma sobre el planeta. La violencia generada por sociópatas y perversos ha provocado miserias, dolores, muertes y calamidades que afectan al conjunto de la sociedad y de los sistemas económicos, políticos y hasta del mismo lenguaje.
Revisando a Orwell en su novela 1984, específicamente el apéndice, recordé esa excelente descripción sobre el desenfreno y las estrategias políticas, mediante la cual, el “Gran Hermano” obtuvo la victoria sobre la sociedad. En su reseña sobre este acto vergonzoso, nos dice que fue, a través de una gran fechoría que se impuso sobre los otros. Un acto preciso con jergas estériles. Un acto violento que erradicó y montó la bestia que arrastró y despedazó la riqueza del lenguaje.
Este acto de tachadura imprimió mecanismos para sostener e imponer una cosmovisión única y cruel, la de hacer imposible otras formas de pensar y crear. En pocas palabras imponer la homogeneización y liquidar la libertad. Esa novela calo profundamente en mis pensamientos de adolescente, por lo que tuve que releerla para entender la maldad, los totalitarismos, la insinceridad de doctrinas que figuraron ideologías para sostener la tortura, persecuciones, intolerancias, incomprensiones y las ecografías de cuerpos de envidias.
Los jardines de hoy muestran esos riesgos de ser atacados no sólo en los escenarios de guerras, también en la plaza tomando un helado de yogur. La violencia ejercida por esos otros que piensan en coordenadas cerradas, obtusas y pulsionales es el pan de cada día en su ordinaria vida. Algunos se mueven como pez en el agua en estos limbos de síntomas de sentimientos y deseos reprimidos, conflictos no resueltos, alteraciones de sus motricidades y de su ceguera de pertenecer a esos renglones torcidos de Dios.
En la nosología psiquiátrica ellos culpan al otro de su propia espiral de locura. Y le gustan las histerias que tetanizan el imperio del odio.
Su residencia es moverse en la patología. Son pervertidos y los grandes disociados históricos. Se mueven en diques psíquicos donde no hay escrúpulos morales. Para las personas comunes, son inofensivos, pero dan asco, por la forma de transgresión contra lo que obsesivamente en su locura proyectiva consideran que son sus enemigos por ser y estar en la diferencia. Suelen ser seductores y parecer comprensivos, hasta que se les mira y ocurre el acto fenomenológico de ser mirado por su ontología.
Estos enajenados pactan con la oscuridad, por eso necesitan capitales y poder. Se vinculan con los corruptos y actúan poniendo en riesgo, no solamente su vida, sino también la de otros. Ellos fingen en organizar, clasificar y dirigir la sociedad bajo un orden que requiere de agresividad, rizas psicopáticas, conductas intimidatorias, mentiras, persecuciones, torturas como las que le atormentan sus vidas tanto corporal como psíquicas. Ellos vibran en el odio, como pompa rígida de sus propias flaquezas. Constituyen una fuerza de violencia que camina con el síntoma. En la nosología psiquiátrica ellos culpan al otro de su propia espiral de locura. Y le gustan las histerias que tetanizan el imperio del odio. Ellos están obsesionados con la limpieza étnica, la pureza de sangre y las dictaduras de las formas. En ese imperio de violencia, franquean las guerras y obvian la inteligencia, tomando la genealogía del tormento. Entre ellos y yo hay algo personal. Una huella ética de valentía. Una actitud que embarga las obsesiones y enfrenta los autoritarismos antidemocráticos. Una presencia de historias.