La relación entre la pintura y la literatura es una relación antigua que recorre buena parte de la historia del arte. Fundada en el principio del diálogo entre las artes, esta relación dialógica es fecunda: ha inspirado distintas visiones -lo alegórico, lo mitológico, lo histórico- y distintos géneros –la pintura de paisaje y el retrato-. Un producto de esa relación de la pintura con la literatura, pero también consigo misma en particular y con la cultura en general, es lo que se podría llamar el “cuadro-homenaje” o el “cuadro-cultura”.
El homenaje a una obra artística o literaria, o a un autor clásico o moderno, no es novedad en la poética del artista plástico dominicano José Cestero (Santo Domingo, 1937). De hecho, toda su obra está llena de esos “homenajes”, a grandes y pequeños, a figuras célebres y anónimas, a personajes icónicos y pintorescos, a tipos callejeros populares. Cestero admira el arte universal, su permanencia en el tiempo, su valor intemporal, su estética tan antigua y tan nueva, siempre viva, inagotable, que se renueva y renace cada vez bajo la mirada asombrada del espectador.
Su muestra retrospectiva de principios del año 2022 Notas sueltas para contar, en el Museo de Arte Moderno de Santo Domingo, curada con amor y rigor por Mildred Canahuate y Amable López Meléndez, reunió sus obras -pinturas, dibujos y esculturas- inspiradas en autores universales. Estas citas y “apropiaciones” son reconocimientos a clásicos y modernos que desde siempre admira (sus “admirados”): Cervantes y El Quijote, Van Eyck, Velázquez, Goya, Van Gogh, Magritte, Kahlo…Son, en sentido propio, obras intertextuales.
Ciertamente, hay un permanente diálogo intertextual en toda la obra cesteriana. Antes le había dedicado cuadros deslumbrantes al Quijote de Miguel de Cervantes. Ahora le toca el turno a otro grande admirado suyo, Gabriel García Márquez, un auténtico “clásico” moderno. “Macondo en Santo Domingo” es un conjunto de veinticuatro obras, todas ellas cuadros en acrílico sobre tela, en seis dimensiones distintas, en homenaje a una obra maestra de la literatura hispanoamericana y universal: la novela Cien años de soledad (1967).
Cestero recrea pictóricamente el cosmos narrativo de García Márquez, su prosa poética, su magia verbal: paisajes, episodios y personajes de la novela. Pasando del realismo mágico al postexpresionismo, se apropia del imaginario macondiano para transfigurarlo. Macondo no es sólo una comarca mítica, el espacio de origen del mito fundado en el verbo, en la palabra; tampoco un mero topos ficticio inspirador. Bajo la mirada curiosa y retozona de Cestero, Macondo es pretexto para el ejercicio de la imaginación y la fantasía. Su ejercicio es un divertimento visual, pictórico y dibujístico, de carácter ligero y lúdico.
Dibujante excepcional, su trazo postexpresionista es caligráfico. No representa la realidad: la reinventa. Sin romper definitivamente con lo figurativo, lo pone en cuestión. Transgrede la estética de la representación realista. Al modo de los vanguardistas, subvierte la noción de retrato. No hay claridad en el trazo, ni afán de exactitud en el retrato, sino fluir espontáneo y libre.
Cestero no relata una historia: la recrea y la reinventa, la dibuja y la desdibuja, siempre en trazos brumosos. Los cuadros son, si se quiere, “viñetas”, “bocetos”, episodios narrativos bocetados. Hablan de un modo de ver, de una manera de percibir el mundo y sus cosas, de mirar y admirar el arte en cualquiera de sus expresiones. No es el mundo como lo ve, sino como lo siente, con su deformación subjetiva. En estos cuadros Cestero nos da cuenta de su experiencia como lector de la novela de García Márquez. La experiencia del pintor-lector se transmuta en la experiencia sensorial del público. No es el Macondo como lo imaginamos los lectores de novelas. Es el Macondo como lo imagina un pintor llamado José Cestero desde el Caribe insular.
De los veinticuatro cuadros del conjunto, veinte de ellos recrean episodios y personajes de la novela, y cuatro son retratos de personajes reales fuera de la novela, que recrean encuentros reales o imaginarios (García Márquez solo, o con Úrsula Iguarán, o con Carlos Fuentes, o con el propio Cestero; en su fantasía, Macondo puede ser un pueblo caribeño y transformarse en el poblado de Canca La Rana).
Estos cuadros no son meras ilustraciones visuales de un texto narrativo al modo tradicional. Cestero no “ilustra”, no pretende ser un Gustavo Doré o un John Tenniel (de hecho, es sorprendente su falta de pretensiones como artista). En Cestero, la ilustración es más que eso: es el acto mediante el cual la lectura de un texto literario por un artista plástico se transforma en lectura visual; el momento de la conversión de la imagen verbal –la palabra- en imagen visual –formas, luz, color, dibujo, composición. Lo que se opera es, pues, el tránsito de un signo a otro, de un lenguaje a otro, de una forma artística a otra. Las artes dialogan, los lenguajes artísticos se intercambian, la novela en homenaje se enriquece, los personajes macondianos cobran nueva vida, ahora en un cuadro, y Macondo –espectro inasible- vuelve a poblar nuestra imaginación.
No pretendo establecer el valor estético o la calidad artística de estos “ejercicios” cesterianos. Creo que el acto crítico va más allá de emitir un juicio valorativo: es más un acto de comprensión que de valoración. Me explico: más que juzgar el valor de una obra de arte y explicar sus cualidades, de lo que se trata es de intentar comprenderla, reconocer el objeto artístico que se tiene ante sí, objeto singular y único, atravesar su posible sentido y propiciar una experiencia estética de deleite sensual y contemplativo. La cuestión central es cómo el artista José Cestero traduce en imágenes visuales el universo literario de Cien años de soledad.
El Macondo de Cestero lleva la huella de la caligrafía poética y simbólica presente en toda su obra. Es un Macondo íntimo y personal, libre y fluido, acaso caprichoso y travieso, localizado en un territorio inaccesible y flotante entre las brumas de la memoria del artista.