Si el Quijote está ligado a los orígenes de la novela moderna, que lo está, tales orígenes se vinculan necesariamente a la búsqueda de soluciones respecto a las reticencias de los moralistas de la época contra las diferentes formas de ficción; a la reflexión de las preceptivas en torno a las posibilidades de una moderna forma de narración que lograse reconciliar las virtudes de los viejos “romances” con las exigencias de la poética; a la transformación del mercado, del público lector y de las formas de producción del libro; y, finalmente, al interés por un espacio (el de lo cotidiano y el de lo privado) desatendido por la literatura anterior. Con el hallazgo de la novela se da solución a un problema literario, pero sobre todo se hace del discurso una forma de ver la realidad, diferente a la que cualquier otro vehículo literario anterior podía proporcionar.

 

Aunque, sin duda, sea largo el camino que resta por recorrer para que podamos contar con una historia satisfactoria del género “novela” en el Barroco, existen materiales suficientes para la reconstrucción de los supuestos teóricos, desde los que autores y preceptistas encaran las posibilidades de una moderna forma de narrativa ficticia. Y estos documentos nos hablan, sobre todo, de una profunda crisis en relación con la narrativa precedente, así como de una intensa y apasionada reflexión –motivada por la mencionada crisis– sobre varias cuestiones principales: los excesos “imaginarios” de las viejas formas de narración, que provocan la ira, o al menos las reticencias, de los moralistas; el desprestigio –ante el importante auge de la preceptiva neo-aristotélica– de unas fórmulas que carecen de la sanción teórica que la “Poéticade Aristóteles había otorgado a otras formas de narración, tales como el poema épico; la confluencia, y en algunos casos confusión, de modalidades narrativas que pierden sus perfiles tradicionales, para generar discursos híbridos de muy difícil clasificación; y, finalmente, las exigencias de un nuevo público, que ya no se identifica con los “ideales” y con los “principios” que rigen en el universo de la narrativa caballeresca, sentimental o pastoril.

 

Algunos analistas se han referido a la actitud que surge de la Reforma protestante bajo el epígrafe de “La religión del libro”. Me parece todo un acierto. La Reforma viene a reemplazar la “religión del rito” por la “religión del libro” y en ello tienen una importancia extraordinaria el desarrollo de la imprenta y las nuevas formas de relación –autorial o lectorial– que de dicho desarrollo se derivan.

 

En cualquier caso, don Quijote ejemplifica, en su manera de leer los libros de caballerías, una “episteme” periclitada y caduca que, con y desde el evangelio, afirma: “In principio erat Verbum”. El verbo es el principio generador, la norma y el modelo; y la vida, que surge del verbo, debe ajustarse y dejarse modelar por el verbo. Inspirado por sus lecturas caballerescas, Alonso Quijano renuncia a la monotonía de su propia existencia e inaugura una nueva vida, cuyo desarrollo quedará vinculado al dictado de lo que el libro diga: deberá ponerse un nombre acorde con el de sus libros y, sólo después de hacerlo, se lanzará en busca de aventuras, para encontrarse con castillos, y no con ventas, porque el libro habla de aquellos, pero no de éstas. Don Quijote, frente a Alonso Quijano, es el intérprete de una partitura ya escrita.

 

 

Cervantes, en muchos de sus personajes (pero especialmente en don Quijote), castiga esta idea, poniendo en evidencia que el texto y el mundo constituyen provincias muy alejadas, y que la comunicación entre ambas no es sencilla. Todo el peregrinaje de don Quijote en busca de “aventuras” no es otra cosa que el resultado de una frustrada búsqueda, en la superficie de su tierra de la Mancha, de las figuras de sus libros de caballerías; el resultado de un frustrado intento de dar vida en la realidad a lo que dicen los libros. El ilustre hidalgo quiere vivir  lo leído. Como los humanistas, don Quijote asume “devolveré la vida a los lenguajes dormidos”. ¿Qué otra cosa, si no ésta, es lo que hace, o pretende hacer, con los libros de caballerías?

 

En la persona de su protagonista, Cervantes recoge un debate y una crítica que tiene al libro como objeto, y con los retazos de este debate escribe una “historia” que, desde el comienzo pretende –según propia confesión– acabar con los libros de caballerías, pero el retrato de su caballero apunta en una dirección diferente. Este aprovecha el menor resquicio que la naturaleza puede ofrecerle para intentar que los signos legibles cobren realidad y que sobre la materialidad del mundo se haga verdad lo leído en los mencionados libros. Pero la realidad tozudamente se empeña en frustrar las pretensiones de nuestro protagonista y las ventas se empeñan en ser ventas y no castillos; los molinos, molinos y no gigantes; los rebaños, rebaños y no ejércitos…, como decía el libro. Todas las expectativas del protagonista cervantino se ven burladas y, en la burla, lo que se pone en evidencia es el vacío de los signos y de las palabras de los libros. Así lo señala Foucault:

 

Don Quijote esboza lo negativo del mundo renacentista; la escritura ha dejado de ser la prosa del mundo; las semejanzas y los signos han roto su viejo compromiso; …las cosas permanecen obstinadamente en su identidad irónica: no son más que lo que son; las palabras vagan a la aventura, sin contenido, sin semejanza que las llene; ya no marcan las cosas; duermen entre las hojas de los libros en medio del polvo”… La erudición que leía como un texto único la naturaleza y los libros es devuelta a sus quimeras: depositados sobre las páginas amarillentas de los volúmenes, los signos del lenguaje no tienen ya más valor que la mínima ficción de lo que representan. La escritura y las cosas ya no se asemejan. Entre ellas, don Quijote vaga a la aventura.

 

Frente a lo que denotan estas actitudes, Cervantes con la locura de su protagonista lo que viene a demostrar es que la verdad no es una cualidad de las cosas, sino de las proposiciones y las proposiciones, fuera del discurso, no son nada. La relación de verdad no puede establecerse entre las cosas y su imagen verbal, sino entre la expresión y lo expresado. Aunque pensemos en la relación de verdad como una relación de la cosa con el pensamiento, tal relación solo puede verificarse cuando se expresa. Por lo tanto, la verdad, en última instancia, es una función de la expresión. No nos las habemos con hechos, sino con expresión de hechos. La verificación de una proposición siempre implica la determinación de la adecuación de esa expresión, a través de la interpretación. Todo discurso que tiene sentido, sea historia, o sea ficción, es verdadero. Otra cosa, muy diferente, es que sirva para la vida.