No me considero un académico, a pesar de mi formación profesional, pero mis estudios superiores me han servido como instrumento para interpretar con mayor propiedad las experiencias del mundo en que me ha tocado vivir.

Al tratar temas económicos para mí pesan más las vivencias de la economía real, donde se producen los bienes que consumimos, donde el dinero se cuenta y no se multiplica por obra y gracia de ciertas operaciones propias de segmentos del mercado financiero.

De ahí que pido excusas de antemano por cualquier sacrilegio que pueda cometer contra el Evangelio Económico mundial y sus recetas para paliar las crisis del sistema, sobre todo cuando me refiero a un país con las características sociopolíticas y económicas como el nuestro.

Me atrevo a decir sin ambages que prefiero el crecimiento y el empleo a la inflación, siempre y cuando ese crecimiento se convierta en desarrollo sostenible con menos desigualdad y pobreza.

Contraer la economía en un país como el nuestro es fomentar el hambre, el caos social y la delincuencia. Es cierto que muchos ciudadanos, en vez de caer en esas malas prácticas, se la buscan en el terreno de la informalidad económica y sirven de freno al deterioro. ¡Bravo por ellos!

Es cierto que la inflación es mucho más agresiva que los impuestos, más para los pobres que para los ricos. Pero las recetas economicistas que se han convertido en dogmas mundiales para combatirla tienen en letras pequeñas, para que nadie los lea, los efectos secundarios que he señalado anteriormente.

Además de combatir la inflación con restricciones monetarias, el gobierno se endeuda para cubrir subsidios e incentivos, muchos de ellos politiqueros, que no cumplen su cometido, que estimulan la corrupción y hacen más rica a una clase que tradicionalmente se alimenta del Estado y de las necesidades de la parte más vulnerable de nuestra población.

Mientras tanto brillan por su ausencia las reformas estructurales, que sí podrían enfrentar con propiedad los males atávicos de nuestra sociedad, paliar la crisis actual y prepararnos para lo que pueda venir en un futuro cercano.

Por demás, aumenta de manera irracional la nómina pública y los desatinos de una burocracia que en su mayoría no sabe adónde va, pero sí qué quiere.

Llueven las promesas y faltan las realizaciones.

La desesperanza crece justo en el momento en que la ciudadanía necesita confiar, creer en sus líderes y en su capacidad de conducir la nave de nuestro país en el mar lleno de peligros que atravesamos.

No nos podemos quedar con las brazos cruzados; debemos hacer un esfuerzo por lograr la rectificación de ese camino errado.

Los problemas de nuestro país rebasan la capacidad de cualquier ser humano, de un grupo o de un partido. Se requiere de la acción solidaria y consciente de la mayoría de nuestros conciudadanos que aspiran a vivir mejor.

Me apena que muchos de ellos pierdan su tiempo en discusiones bizantinas que nos dividen o en una apatía pesimista que nos deprime.

¡Despertemos ya, no hay tiempo que perder!