En el artículo anterior vimos cómo la lucha por el poder entre los grupos restauradores llevó nada menos que al fusilamiento del primer presidente restaurador, José Antonio Salcedo, Pepillo. El responsable de ese error histórico lo fue el general Gaspar Polanco. Instigado por su hermano Juan Antonio Polanco y otros altos oficiales, en su condición de presidente de la República, firmó una orden secreta autorizando su fusilamiento, hecho que lo condena y lo desmerita ante el juicio de la posteridad.
Inicialmente, se decidió deportarlo a Haití, para lo cual se encomendó al general Gregorio Luperón custodiarlo hasta la frontera. Pero para su desgracia, y sin una razón convincente, las autoridades haitianas se negaron a recibirlo.
Luperón regresó con su hombre y lo entregó al gobierno. Entonces una orden secreta dada por el presidente Gaspar Polanco, quien lo había sustituido en el mando, dispuso su fusilamiento sin ser juzgado por un tribunal militar como le correspondía.
Pepillo había sido el primer presidente restaurador y había luchado con valentía en las luchas independentistas y también en la guerra restauradora. Para justificar ese abominable hecho se propagó que actuaba con debilidad frente a España, y que además pretendía traer al país a Buenaventura Báez.
Pero no se trataba de eso. Se trataba de la típica lucha por el control del Estado entre líderes, incluso, de un mismo bando. Y para justificar esa lucha se recurre siempre a argumentos que resulten atractivos.
La enconmienda del gobierno restaurador a Gregorio Luperón fue entregar a Pepillo a las autoridades haitianas en calidad de desterrado. Pero el destino o la casualidad, que es una categoría histórica, obró en su contra. El oficial haitiano de puesto en la frontera, sin argumentos valederos, no quiso recibirlo, y Luperón hubo de regresar con él para entregarlo al gobierno restaurador.
En el camino, Luperón tuvo que rechazar varios intentos de José Cabrera y Benito Monción de fusilarlo sin muchos trámites, conducta que enaltece al prócer puertoplateño. Logró vencer esos intentos y llegar con él a Santiago y entregarlo al gobierno. Ahí es que interviene Juan Antonio Polanco, hermano de Gaspar Polanco, en ese momento presidente de la República, y lo convence de decretar la muerte de Salcedo.
Lo conducen, de manera engañosa, a la playa de Maimón y allí lo fusilan. En todo momento Pepillo se mantuvo firme y dispuesto a afrontar su destino con valentía y honor. Formaba parte de ese pelotón de fusilamiento nada menos que Ulises Heureaux, el famoso Lilís, que con el pasar de los años llegaría a ser un sanguinario dictador y sería asesinado en Moca un 26 de julio de 1899.
Ese hecho, injustificable, es el que ensombrece el nombre de Gaspar Polanco, y prácticamente lo saca de nuestra historia, pese a su destacada participación en la guerra restauradora, y sobre todo en la famosa, y para Juan Bosch decisiva, batalla de Santiago.
Y nos deja una lección, a tomar en cuenta siempre. Una lección que los políticos pocas veces observan a la hora de verse envueltos en las fratricidas luchas por el poder. La lección de que una sola decisión, cuando es incorrecta y antihistórica, puede manchar toda una carrera gloriosa.