Como toda profecía, la de Malraux podría llegar a cumplirse. Es muy probable que el siglo veintiuno sea el siglo de la religión, o de las religiones. Lo que significa una cosa: que lo religioso y lo espiritual pasarán a ocupar un primer plano en la vida de los seres humanos y las sociedades. Sin embargo, no doy por seguro que se trate solo de un renacimiento religioso o de un nuevo fervor espiritual. Temo sobre todo a un renacer de viejos odios y fanatismos religiosos.

Hay quienes pronostican cruentas batallas entre religiones adversas y aun entre credos monoteístas; otros prevén un enfrentamiento visceral entre la cristiandad y el islam. Parece que hoy asistimos a nuevas cruzadas, a empresas terribles y sangrientas en nombre de la fe, del Dios único y verdadero. Los indicios son inquietantes. Desde hace décadas, en la región de Cachemira, en el norte de la India, hinduistas y musulmanes se odian y se enfrentan a muerte. Fanatizados, unos y otros han hallado una forma perfecta de agraviarse mutuamente, de causarse la peor de las ofensas, algo peor aún que matar enemigos: profanar y quemar sus templos, destruir sus símbolos sagrados. Para los islamistas radicales, la lucha contra la guerra de agresión de Estados Unidos en Irak, su campaña en Afganistán, su apoyo incondicional a Israel contra Palestina y Líbano, y su presencia militar en los lugares sagrados del islam, asume la forma de la yihad, de la guerra santa contra infieles cristianos y judíos.

 

¿Qué hacer con la intolerancia fanática? ¿Cómo enfrentarla y combatirla? ¿Cómo reducirla a su mínima expresión? Y con las hordas fanatizadas e intolerantes, ¿qué hacer? ¿Cómo librarnos de los parabolanos de nuevo cuño que pretenden convertirnos en Hipatias? ¿A qué armas recurrir frente a ellos si renunciamos al poder y a la fuerza? ¿Acaso a las armas del derecho, de la razón, del examen crítico? Porque el fanático y su verdad no entienden de razones, ni de dudas. Porque no hay forma de hacerle entrar en razón, de hacerle entender las verdades del otro. Porque, para él, renunciar a su verdad excluyente, a su odio visceral, es como renunciar a la vida misma. ¿Qué hacer entonces?

 

No hay que ser intolerantes más que frente a la intolerancia. Si no podemos liberarnos por completo de cultos, credos y dogmas –vieja aspiración del escepticismo-, entonces al menos intentemos que convivan en mutuo respeto, sin excluirse unos a otros y sin excluirlos. Este principio fundamental de las sociedades democráticas las asemeja a un valor que se perdió con el triunfo del monoteísmo cristiano: la tolerancia religiosa del espíritu romano.

 

Bien es verdad que el valor de este espíritu romano tolerante es solo relativo, pues nunca fue permanente ni constante. Los romanos, civilizadores tan pragmáticos como crueles, no solían perseguir ni reprimir a los pueblos sometidos por razón de sus dioses ni de sus credos. Sin embargo, la historia de la infame persecución a los cristianos por los emperadores romanos niega y contradice aquel espíritu.

 

Concedo que siempre se corre el riesgo de que el espíritu de tolerancia pase por indiferencia. La tolerancia que sustento no es sinónimo de debilidad ni de permisividad, que son signos de decadencia, sino más bien reconocimiento de que no siempre poseo la razón, que puedo estar equivocado y que el otro puede estar en lo cierto. La libertad es pluralidad y la democracia respeto a la pluralidad.  Nada peor que el pensamiento único, raíz y origen del totalitarismo. La verdad no es única ni unilateral, sino plural: hay múltiples, diversas verdades. Lo religioso, como lo político y lo cultural, solo puede florecer en lo plural. La democracia debe garantizar la verdadera libertad religiosa, la libertad en lo religioso. Esto se traduce en libertad de culto garantizada por el Estado, Estado no confesional, carácter laico de la cultura, convivencia pacífica de religiones e iglesias, respeto a la diversidad de credos religiosos y políticos.

 

No existen garantías proféticas. Empero, si la profecía secular atribuida a Malraux es certera, el siglo veintiuno transcurrirá en modo religioso. Sin quererlo, sin saberlo, con esa manera de actuar excesiva que tienen los sectarios, los guerreros de Dios se ocupan cada día de recordárnoslo.