El fanático inventa un dios a su medida, a la medida de sus deseos y necesidades. Pero no inventa un dios amoroso, benevolente y compasivo, no lo inventa respetuoso y tolerante. Todo lo contrario: su dios es un sádico vengador que ordena matar y destruir para purificar, que declara guerra sin cuartel a los impíos e infieles, que castiga y manda al infierno eterno a los pecadores. Ese dios particular y único no es solo una creación cultural; es, sobre todo, una ilusión, una invención humana, el producto de una obsesión febril y delirante.

No se discute con fanáticos. Discutiendo no se gana nada, se pierde tiempo y energía, se estropea uno el ánimo por un buen rato y tarda mucho en recuperarlo. El fanático es un dogmático consumado. Desdeña la realidad incontrovertible de los hechos, la evidencia material, las pruebas y los datos. Si la realidad refuta sus creencias más íntimas, tanto peor para la realidad: ella es la que se equivoca. El dominio nebuloso de la fe lo ocupa todo. Tiene respuestas previas a todas las preguntas. A cada interrogante nuestra responde invariablemente con citas de sus “libros sagrados”: la Biblia, o la Torá, o el Corán, o las obras de Marx y Engels, o el Libro Rojo de Mao… Siempre nos habla desde las alturas de sus verdades supremas, desde el reino de sus certezas inamovibles. No conoce la duda. La verdad, que es una sola y que él posee, pues goza del privilegio único de habérsele revelado, mueve todos sus actos. Nunca repara en la diferencia entre la letra y el espíritu; le guía la letra, no el espíritu. Es un error frecuente imaginarle siempre como un energúmeno exaltado. A menudo suele ser un tipo sereno, de hablar claro y reposado, y de palabra convincente.

Pero también es un error equiparar al fanático con todo creyente. Para el que cree, Dios es una presencia real, íntima, inefable que abre su existencia a una dimensión trascendente. Sin embargo, convertido en idea fija en la mente del fanático, esta creencia es capaz de engendrar los mayores excesos, las peores infamias. El Dios amoroso que se revela a los hombres y se despliega en la historia se confunde con aquel otro Dios que se impone por la fuerza y la violencia, a sangre y fuego y espada sobre los pueblos incrédulos o de creencia distinta.

El largo enfrentamiento histórico entre el paganismo antiguo y el cristianismo ascendente terminó con la derrota del primero por el segundo. El triunfo del cristianismo, hecho fundamental en la historia de la civilización occidental, significó el triunfo de una visión monoteísta del mundo y marcó la desaparición de los antiguos dioses paganos. Un repaso a la historia efectiva de las tres religiones monoteístas universales (judaísmo, cristianismo e islam) demuestra la relación estrecha entre monoteísmo e intolerancia. El culto al único Dios ha demostrado ser intransigente y sectario frente a otros cultos. Durante siglos, las religiones del libro han fanatizado las almas y legitimado el exterminio de culturas y civilizaciones enteras.

La cuestión esencial sigue en pie y radica en saber si todo credo monoteísta trae consigo fatalmente la intolerancia y la proscripción de otros credos. Con razón un pensador tan escéptico como Cioran opina que el monoteísmo contiene en germen todas las formas de tiranía y que la libertad es el derecho a la diferencia.

El fundamentalismo judeocristiano sirve hoy para azuzar agresiones imperiales y guerras injustas, y para legitimar exclusiones y despojos de pueblos. El islam más radical, por su parte, no parece haber salido aún del medioevo. Se resiste al cambio, a la innovación, al aggiornamento. Como toda religión espoleada por la modernidad occidental, hoy está abocado a enfrentar uno de sus mayores desafíos, uno que no puede eludir: replantear su relación con el mundo moderno y asumir su necesaria modernización. La resistencia, el rechazo radical a este desafío modernizador se llama islamismo. El fundamentalismo islámico (sea argelino, iraní, saudí, pakistaní o afgano) es radicalmente antimoderno. Como en su momento lo hiciera el cristianismo en Europa, condena la modernidad como antiislámica, hija de Satán. Pretende islamizar la modernidad, cuando de lo que se trata es de modernizar el islam.