Buena parte de eso que solemos llamar con ridículo orgullo la “historia de la humanidad” se resume en un horrendo capítulo de crueldad y terror. A lo largo de ella, los seres humanos han asesinado por muy diversas razones; una de ellas, por su credo o su dios particular. No hay un solo hombre, que yo sepa, que haya cometido asesinato por incredulidad, en nombre de su duda. Esta, y no otra, es la ventaja moral de la duda sobre el dogma. En nombre de la duda, de la falta de fe, no se mata. Solo se mata en nombre de alguna convicción superior, de alguna verdad suprema en cuya gozosa posesión se está y se vive. ¿Quién ha emprendido persecuciones religiosas o políticas en nombre del escepticismo o de alguna filosofía pagana? ¿Alguien puede imaginar, por ejemplo, una iglesia de incrédulos militantes, una congregación de fieles devotos que defienden con celo su duda en todo momento y que la imponen como forma de vivir y de pensar?

 

En un mundo demencial y alucinante como el nuestro, parecemos abocados a elegir entre la ceguera fanática y la decadencia tolerante, entre el dogma y la duda, entre la barbarie y la ruina.  Harto conocemos las obras de los fanáticos.  Su paso por esta tierra ha sido desastroso.  Los escépticos y tolerantes, en cambio, puesto que no se apoyan en ninguna fe ni apuestan por nada, le ahorran calamidades a la humanidad. Están ahí, los pobres, discretos, callados, inadvertidos. Nadie repara en ellos, nadie les hace caso, cuando es a ellos y solo a ellos que deberíamos prestarles atención. No acometen empresas sangrientas, ni fundan inquisiciones para defender a ultranza sus creencias y condenar a muerte a los incrédulos o infieles; no perpetran crímenes en nombre de una fe dada, de un Dios único y verdadero; no emprenden persecuciones ni ejecutan procesos y purgas. No construyen sociedades ni civilizaciones sobre la sangre ajena. Los escépticos son los únicos que no dejan tras ellos el suelo regado de cadáveres.

Pero son los fanáticos los que dominan el escenario. Hace veinte años, la furia iconoclasta de los talibanes, la furia destructora de colosales estatuas milenarias de Buda en Bamiyán, Afganistán, abría un nuevo episodio en una dilatada historia de intolerancia religiosa, iconofobia y odio a lo diverso.

Buddha.

El crimen infame dejó estupefactas las conciencias y me hizo recordar una frase atribuida a André Malraux que, con el tiempo, se haría célebre y premonitoria: “El siglo XXI será religioso o no será en absoluto”. Muy pocos lo advirtieron, pero casi dos años antes del fatídico 11 de septiembre de 2001, este siglo se estrenó con un episodio bárbaro y brutal, obra de fanáticos: la destrucción de antiquísimas estatuas gigantes de Buda en Afganistán por parte de las milicias del talibán.  Se trataba de las dos estatuas de piedra de Buda de pie más grandes del mundo, que databan de mil quinientos años atrás.

 

El episodio forma parte de una historia de tensiones religiosas jalonada por la destrucción de templos búdicos por obra de fanáticos musulmanes. El islam y el budismo libran desde hace tiempo una lucha tenaz por la supremacía en Oriente. El fundamentalismo islámico pretende hacer tabula tasa de la historia cultural y religiosa, borrando todo referente, todo vestigio de la única religión que le puede ser rival en Asia. Ahora, fanáticos de la más beligerante de las religiones universales destruían símbolos e imágenes de la más benevolente y tolerante.  El Grande y Misericordioso contra el Perfecto, el Iluminado.

 

El fanatismo es sordo y ciego al dictado del buen juicio.  Indiferentes a las protestas y peticiones del mundo entero, el líder de los talibanes, un energúmeno llamado Mohammad Omar, entrenado en Pakistán, declaró que solo Alá, el Misericordioso, debe ser venerado y que los Buda gigantes serían derribados para que nunca más fuesen venerados ni en el presente ni en el futuro. Y sentenció: las estatuas son antiislámicas y fomentan la idolatría.

 

Los talibanes son crueles con las mujeres y los fieles de otras religiones. ¿Cómo puede ser Alá el Clemente y Misericordioso si no tiene clemencia ni misericordia por los creyentes de otras religiones? Los talibanes son también bárbaros ignorantes. Las estatuas no son antiislámicas, sino preislámicas; son anteriores a la llegada del islam a Afganistán, anteriores incluso al nacimiento del islam en el siglo VII de nuestra era. Las estatuas colosales de Buda en Bamiyán, excavadas en roca, no son meros ídolos, sino auténticas obras de arte que pertenecen al patrimonio cultural y artístico de la humanidad.  Junto a su función original de veneración y culto, cumplen también una función estética. Muestras soberbias de arquitectura rupestre, representan una síntesis admirable del encuentro del arte de Occidente con el arte de Oriente. Hoy han desaparecido para siempre por culpa de la estupidez fanática.

 

Un Buda ametrallado, bombardeado y dinamitado es un insulto a la conciencia universal. La imagen televisiva de la estatua del Iluminado saltando en pedazos por obra de sectarios todavía hoy ofende y lastima. Y, sin embargo, el hecho atroz palidece, es apenas un crimen cultural si se le compara con la opresión inenarrable a que se siguen viendo hoy sometidas las mujeres afganas bajo el régimen talibán.