El estudio del dolor y las interpretaciones a las que este fenómeno da lugar atraviesan las épocas. Asimismo, su representación asume múltiples formas, generalmente teatralizadas, ya que la naturaleza misma del dolor es esencialmente irrepresentable. Metáforas, símbolos, alegorías, imágenes visuales que aspiran a la mímesis o que abstraen el sentido hasta convertirlo en equivalente al grito o al silencio del moribundo pueblan la historia del arte en todos sus registros.
El dolor es una experiencia íntima, aunque común a todos, individual y universal. Nada produce más certeza acerca de la fragilidad y resistencia de lo humano que sentir el dolor, ni más ajenidad que oír hablar de él, ya que se trata de vivencias intransferibles e irrepresentables. La identificación que podemos sentir hacia el que sufre solo implica una empatía intelectual y afectiva, pero no alcanza a ser una comprensión profunda o introspectiva de lo que el dolor está significando para el otro, ni de sus repercusiones orgánicas y emocionales. La incomunicabilidad del dolor lo convierte en una experiencia solitaria e intraducible.
Desde la Edad Media, la presencia del dolor como parte del discurso doctrinal de la Iglesia y de las técnicas evangelizadoras fue un leitmotiv de gran influencia e intrigantes significados. Visualizaciones del martirio de Cristo, la Pasión y el calvario, su figura sufriente en la cruz, de la que goteaba la sangre en los altares, las imágenes dolorosas de quienes lo rodeaban, en murales, esculturas y frescos, constituyeron un paisaje estético y pedagógico destinado a enfatizar el sacrificio y la futilidad de los placeres terrenales. El dolor era en general representado en contextos semicelestiales, sin referencias fijas, en los que las imágenes de rostros descompuestos por el dolor físico y moral no estaban, “ni vivas ni muertas”, sino situadas en un espacio intermedio, suspendidas en el dolor, más allá del lenguaje. Foucault elige como figura emblemática para la entrada al tema del dolor la figura enjuta y melancólica de don Quijote, en quien está igualmente representado “el drama interior y la tragedia exterior”, haciendo así justicia a la condición ubicua del sufrimiento, que hace indistinguible la corporalidad y el alma, la materialidad de la carne y la abstraída esencia de la interioridad que la sostiene.
El dolor es una experiencia que fuerza a reconducir la vida hacia un cauce menos caótico—tal es la enseñanza de Montaigne–.Importa poco que el cuerpo sucumba, pues puede ocurrir que los medicamentos sean ineficaces; lo importante es que el dolor no doblegue el deseo ni quebrante la voluntad de superarlo, ya que nadie, absolutamente nadie desea ver interrumpido el plácido curso de sus días. Se sabe también que Montaigne, en la más pura tradición de la “cura sui”, encontraba consuelo en la filosofía, que hacía de esta el arcaduz por donde filtraba hasta la más trivial de las experiencias, de ahí que cuando sus tormentas renales asegurara entregarse a la reflexión filosófica a fin de mantenerse en sus cabales, para reunir fuerzas y afrontar decididamente la nefropatía.
El tema del dolor es fundamental en muchos dominios disciplinarios, ya que es una vivencia directa e ineludible, que afecta tanto al cuerpo que sufre como a los que compadecen al doliente. Se trata de un fenómeno que es sensación, sentimiento y forma de conciencia. Y que puede manifestarse incluso como una técnica de conocimiento del yo y del mundo que lo rodea. En la medida en que el dolor “altera” al individuo en múltiples niveles, se lo ha considerado una forma de “alteridad” o “alterización”, es decir, un elemento de relación entre los cuerpos que excede el ámbito de lo subjetivo y permea todos los aspectos de la vida diaria: en el dolor el cuerpo se siente “otro”, convertido en un objeto que se desconoce a sí mismo, ya que en su exasperación la fisicalidad parece traicionar al sujeto. Al mismo tiempo, el dolor intensifica la conciencia de sí, marca la carne y la afectividad, exponiendo su vulnerabilidad. En este sentido, el dolor constituye una interrupción y una intervención en el curso de la vida, un elemento exógeno que modifica las relaciones intersubjetivas, la relación entre el yo y el mundo de las cosas, y del yo consigo mismo.
Se sabe que la enfermedad, sobre todo el dolor intenso, físico o emocional, cambian al sujeto, lo modifican. El sufrimiento físico o emocional es vivido como advenimiento, “desgracia” o “castigo”, es decir, algo irracionalmente impuesto y superpuesto a lo orgánico. Si el individuo no tiene una plena conciencia de su cuerpo cuando este no presenta anomalías, el cuerpo se hace presente a la conciencia cuando el dolor o la disfuncionalidad aparecen, convirtiéndose en algo opaco y conspicuo, que reclama atención sobre sí mismo.
En una serie de escritos tardíos publicados en “Sobre el dolor del mundo, el suicidio y la voluntad de vivir”, Schopenhauer sostiene una posición pesimista sobre la vida que consiste en considerarla como una experiencia basada en el dolor y en la vana voluntad de evitarlo. Según este filósofo, el sufrimiento sería el precio que se paga por la oportunidad de vivir, la cual, después de todo, no es más que futilidad. El dolor puede neutralizarse y desaparecer, pero regresará, ya que es energía que se recicla tanto orgánica como emocionalmente, y el ser humano está sujeto a constantes desequilibrios entre estados de relativo bienestar y estados de sufrimiento intenso. El tema de la melancolía o “humor negro”, muy estudiado como estado misterioso que hunde al sujeto en profundidades inaccesibles, se relaciona con la estrecha vinculación psicosomática, que sume al individuo en una muerte en vida.
El dolor se alterna con el tedio, que consume al individuo y le quita propósito a la vida. Con el dolor se define un horizonte de sentido y una meta: evitarlo. Para Schopenhauer, como para Hobbes, la vida consiste en la lucha de todos contra todos, un estado de guerra permanente que se dirime también en la interioridad del sujeto. Como “voluntad objetivada”, el cuerpo se orienta hacia dos finalidades principales: la autoconservación y la propagación de la especie. Pero durante su tránsito terrenal, el individuo debe tratar de mantener la voluntad y luchar contra la incertidumbre.
La vida es, para Schopenhauer, esencialmente trágica. La estética es un atenuante intenso, pero transitorio, de esta verdad fundamental. De estas convicciones emergen sus ideas sobre el suicidio, ya que para el filósofo destruir el cuerpo, que es materialización de lo volitivo, es “un acto completamente infructuoso e insensato” y esencialmente paradójico, ya que está en realidad expresando el amor a la vida.
El que acaba con su vida no rechaza la vida, sino las condiciones que esta le impone. De modo que el suicidio, para Schopenhauer, demuestra, paradójicamente, la voluntad de autoconservación. El problema es que el suicidio no acaba con la voluntad de vivir, sino con la vida particular y singular, que es la que interfiere en el disfrute de la vida deseada. El suicida no puede suspender su voluntad de lograr la vida plena, por eso acaba con la vida.