La República Dominicana tiene un gran potencial para desarrollar la industria extractiva, minería e hidrocarburos, según se ha comprobado mediante estudios técnicos realizados por expertos gran reputación, y que están compilados en la Base Nacional de Datos de Hidrocarburos ( www.bndh.gob.do ).
Pero estas riquezas deberán explotarse de manera responsable y sostenible, no solamente desde lo ambiental, sino en lo social y económico, y fundamentarse en una visión donde el ser humano sea el centro de las políticas públicas.
De hacerse así su explotación contribuiría enormemente a reducir la pobreza y la desigualdad. Por el contrario, hacerlo de manera irresponsable sería una maldición.
La experiencia en nuestro país ha sido funesta. Los conquistadores nos cambiaban el oro por espejitos, y nos quedó un estrago medioambiental de las explotaciones de Bauxita por la Alcoa, en Pedernales, y de oro, en Cotuí, por la Rosario Dominicana, aun siendo manejada por el Estado. Igual recordamos los pasivos ambientales que dejó la original Falconbridge, hoy en proceso de remediación en virtud del compromiso que se logró para que la empresa y sus nuevos socios asumieran solidariamente ese compromiso. Todo esto, así como el desastre en la explotación de la minería artesanal y la no metálica, han fomentado una concepción anti minera muy arraigada en nuestra sociedad, a pesar de los cambios positivos en tecnología y manejo ambiental logrados en los últimos años por las principales empresas mineras del país y el aporte a las finanzas públicas de la Barrick Gold, que sería una mezquindad no reconocer.
Pero todavía falta un largo camino que recorrer.
La ley 146-71, del 4 de junio de 1971, que rige la actividad minera no solo es obsoleta, sino que sus normas no protegen los intereses nacionales, ni en lo económico, ni en lo social y mucho menos en lo ambiental. Es una ley que ha permitido que empresas que explotan nuestras riquezas no renovables lo hagan sin paga o pagando poquísimo por lo que extraen, dejando pasivos ambientales costosos y difíciles de remediar.
Debe rescatarse el proyecto de Ley de Minería Nacional que después de tres años de discusiones se introdujo en el Senado de la República en 2019, durante la administración pasada, donde perimió.
Igual ocurrió con el anteproyecto de Ley que creaba las normas sobre el uso y destino de los fondos mineros (SINAGEREN), preparado en la gestión pasada del Ministerio de Energía y Minas, que se habrá quedado olvidado en alguna gaveta del Palacio Nacional.
Si a esto le sumamos la desconfianza en las instituciones públicas, producto del clientelismo, la ineficiencia y la corrupción, entre otras cosas, tenemos la fórmula perfecta que alimenta nuestra cultura anti minera, de la que se aprovechan los fundamentalistas medioambientales y los politiqueros para boicotear cualquier proyecto, aun antes de realizarse el estudio de impacto ambiental que exige la ley para otorgar el permiso definitivo de explotación.
Esto ha ocurrido con el Proyecto Romero que, no obstante contar con las condiciones legales, técnicas y económicas que exige la ley, no ha podido presentar a la consideración del Ministerio de Medio Ambiente su estudio de Impacto Ambiental. Esto equivale a quemar a un estudiante antes de presentar su examen. Es una oportunidad perdida que podía generar más ingresos fiscales y llevar desarrollo a las comunidades cercanas a dicha mina.
Y así habrá otras si no somos capaces de organizar el sector con una visión desarrollista y rescatamos la confianza en lo público, en nuestras instituciones y funcionarios.
Aunque podrían pensar que somos un mendigo sentado en una mina de oro, debemos cuidar de cómo la explotamos. Si no podemos hacerlo bien dejemos esas riquezas ahí, la tecnología se desarrolla a gran velocidad y llegará el día que podremos hacerlo apropiadamente, defendiendo nuestros recursos no renovables y cuidando nuestro hábitat, en beneficio de las generaciones que nos sucederán.
Ese es nuestro reto y nuestra responsabilidad.