Suenan en la ciudad, a todas horas, las motocicletas de todas partes. Le podemos preguntar a algún historiador cuándo llegaron las primeras. Si te metes bien hondo por el Bajo Yuna, por allá por donde se recolecta el arroz, notarás otra dinámica.
Vienen de todas las cilindradas. Inundan los mercados y nos ayudan a sacar ciertos rubros a los transitados mercados municipales. Has visto a algunos haciendo acrobacias entre los edificios de los principales residenciales capitalinos.
Hay que tener equilibrio para “calibrar” la moto y si este tipo se cae, te dirá un transeúnte: “ayúdalo, es un ser humano”. Esto demuestra el gran número de accidentes de tránsito que causan las motocicletas, pero no les carguemos el dado.
Viniendo del interior, he visto en plena autopista a un montón de motociclistas que podrían concursar para un circo de acróbatas. No me sorprendería si hubiera videos sobre esto, posteados en las omnipresentes redes.
Está claro también que las camionetas y los camiones tienen la primacía para sacar los rubros agrícolas “del campo a la ciudad”. En muchos pueblos, vemos en las esquinas a un montón de motoconchos. Se saben la geografía urbana: picotean para sobrevivir, pero no nos dicen si tienen cuentas bancarias. Pueden decirnos “quién suena” para síndico o para diputado en las diferentes ofertas políticas. Es notoria la baja escolaridad, pero no aseguremos todo.
Un ejemplo claro del beneficio que brindan las motocicletas al mundo moderno, son los servicios de delivery que vinieron para hacernos la vida más cómoda. Te traen el sushi o la pizza de los domingos. Puedo decir que ésta no es la apología del delivery, pero quizá un chin. Te traen a reducido costo todo lo que quieras: helado, Coca-Cola y snacks. Muchos esperan al delivery desde las azoteas nocturnas o desde los balcones de los apartamentos para bajarse un par de frías. De modo que este tipo es crucial. De su tardanza o no tardanza dependerá nuestro estado de ánimo.
Las motocicletas llegaron para quedarse: sin ellas no tendríamos ese tono salvaje que nos caracteriza. Ese tono salvaje se une al calor y a la impaciencia de los tapones. Está claro que para que un delivery sea veloz tendrá que estar “backeado” por un eficiente servicio al cliente para que fluya como la prosa de F. Scott Fitzgerald entre autos desesperados que esperan un turno para llegar a la gran plaza.
No tenemos el dato del número de motocicletas que hay en Haití. El lector se preguntará, para qué sirve este dato. Sería lo mismo que preguntar para qué sirven los amaneceres. Lo cierto es que hay muchas motos en Haití, de eso no hay duda.
Alguien podrá decir, el tema es pertinente como política de desarrollo: andar en moto se convierte en una solución en pueblitos donde no hay de otra. No hay un metro en San Pedro de Macorís. Sobre el delivery, dice uno: “Tiene media hora y no llega”. Hay que esperarlos. Están fajados.