Tras finalizar el período de entreguerras y con la derrota de las dictaduras fascistas se asume en los países de occidente un modelo de democracia constitucional. Este modelo se fundamenta en el ideal liberal-lockeana, que inspiró los movimientos constitucionalistas y, por tanto, las constituciones liberales de las revoluciones inglesa (1688), norteamericana (1776) y francesa (1789), basado en la concepción del Estado como un ente público limitado por las libertades individuales de las personas.

 

El modelo de democracia constitucional genera una tensión constante entre la jurisdicción constitucional y los órganos legislativos como consecuencia de las funciones interpretativas y decisorias asumidas por los tribunales constitucionales. Dicha tensión se suscita como consecuencia de la dicotomía entre la supremacía judicial, que consiste en la preeminencia de las interpretaciones constitucionales de los tribunales sobre los demás actores del sistema político, y, la supremacía legislativa, la cual propugna por la primacía de las decisiones de las cámaras legislativas (como órgano de mayor legitimidad democrática) frente a las actuaciones de los jueces constitucionales. En otras palabras, existen dos grandes teorías en torno a quien debe tener la última palabra en una democracia constitucional, las cuales explican y pretenden resolver la tensión existente en esta forma de organización jurídico-política (ver: “La tensión entre la jurisdicción constitucional y los órganos legislativos”, 19 de marzo de 2019).

 

Para abordar esta tensión, es indispensable entender la democracia como el conjunto de condiciones (condiciones “democráticas”) de igualdad de estatus para todos los ciudadanos. Se tratan de aquellas condiciones que justifican la participación (directa, semidirecta o representativa) en plena igualdad de las personas en el ejercicio del poder político. Estas condiciones, a juicio de Dworkin, son aquellas que justifican la pertenencia moral de las personas a una comunidad política y, por tanto, sustentan la identidad colectiva.

 

Las condiciones democráticas pueden clasificarse en: (a) de un lado,  estructurales, basadas en los aspectos históricos que han generado la construcción de la identidad colectiva (v. gr. la cultura, el lenguaje, los valores, etc.); y, (b) de otro, relacionales, que describen la forma en que un individuo debe ser tratado por la comunidad para ser un miembro moral. Las condiciones relacionales requieren de la existencia de reciprocidad entre los miembros de la comunidad (igualdad).

 

Para asegurar estas condiciones, el sistema democrático se articula sobre un conjunto de reglas. Estas reglas, a juicio de Bobbio, son: (a) todos los ciudadanos mayores de edad, sin distinción de raza, de religión, de condición económica o de sexo, deben disfrutar de los derechos políticos; (b) el voto de los ciudadanos debe tener el mismo peso; (c) todos aquellos que disfrutan de los derechos políticos deben ser libres de poder votar según la propia opinión formada lo más libremente que sea posible; (d) tienen que ser libres también en el sentido de que deben encontrarse en condiciones de elegir entre soluciones diversas, es decir, entre partidos políticos distintos; (e) debe valer la regla de la mayoría numérica, en el sentido de que se considere elegido al candidato o se considere válida la decisión que obtenga el mayor número de votos; y, (f) ninguna decisión tomada por mayoría debe limitar los derechos de la minoría, en particular el derecho a convertirse a su vez en mayoría en igualdad de condiciones.

 

En definitiva, un gobierno democrático (ya sea que asuma una democracia directa o una democracia representativa) es aquel que se articula en torno al sufragio universal, la igualdad democrática, el pluralismo político, la regla de la mayoría y los mecanismos de participación política de la minoría.

 

Los derechos se articulan en el constitucionalismo democrático como condiciones propias de la democracia (condiciones [morales] estructurales y relacionales). No basta con que las decisiones colectivas sean adoptadas por mayoría numérica para que se consideren legitimas, sino que además es imprescindible que estén orientadas a garantizar los derechos de las personas.

 

Dicho de otra forma, la democracia descansa sobre el carácter del pueblo como órgano supremo del Estado, de quien emanan todos los poderes, los cuales ejerce en forma directa (v. gr. a través de las consultas populares [referendo]), o, en cambio, por medio de sus representantes, es decir, mediante las reglas universales de la democracia en las asambleas electorales. Ahora bien, el ejercicio del poder político está condicionado a la observancia de un conjunto de valores que justifican la vinculación social de los individuos como sujetos de la comunidad política. Estos valores se concretizan en principios cuyo contenido irradian todo el ordenamiento jurídico. Los principios son mandatos de optimización de los derechos fundamentales -de carácter liberal, democrático y social-.

 

Los derechos fundamentales gravitan en torno a la dignidad humana. Es decir que los derechos están dirigidos a asegurar que la personas sean tratadas dignamente en la comunidad. La dignidad humana, parafraseando a Arendt, puede ser concebido como el derecho de las personas a tener derechos. Se trata del “primus lógico y odontológico para la existencia y especificación de los demás derechos” (STC 53/1985, del 11 de abril). El Estado dominicano “se fundamenta en el respeto a la dignidad de las personas y se organiza para la protección real y efectos de los derechos fundamentales” (artículo 7 y 38). Todo el ordenamiento constitucional se articulo sobre la base de la dignidad humana.

 

De lo anterior se infiere: (a) primero, que la identidad colectiva que fundamenta el surgimiento del Estado se da por la necesidad de asegurar un conjunto de valores supremos. Los valores esenciales de las “revoluciones atlánticas” son: la libertad y la igualdad. Un Estado democrático es aquel que adopta decisiones colectivas «justas» basadas en la protección de la libertad y la igualdad de las personas (condición estructural); y, (b) segundo, que la vinculación social de los individuos en la comunidad y, por tanto, su deber de obediencia a la premisa mayoritarita se sustenta en la dignidad humana. Ese es el trato que las personas están buscando recibir cuando conforman la comunidad (condición relacional).

 

Partiendo de estas dos ideas, es posible afirmar que en un modelo de democracia constitucional los derechos fundamentales se articulan como condiciones (estructurales y relacionales) de la democracia. Es decir que se tratan de derechos sin los cuales la democracia no sería posible (o por lo menos no una democracia real), por lo que condicionan las decisiones colectivas adoptadas por el cuerpo político. Esto es lo que justifica que estos derechos sean sustraídos de las manos de las simples mayorías y que, por consiguiente, escapen determinadas decisiones de la deliberación democrática.

 

En definitiva, las decisiones colectivas adoptadas por las asambleas democráticas son legítimas si están encaminadas al respeto de la dignidad humana y la protección de los derechos fundamentales. Los derechos, como bien señala Bilchitz, se imponen a la sociedad y son retirados de la discusión política ordinaria, a fin de evitar que la toma de la decisión mayoritaria “falle sustancialmente en tratar la vida de todos los individuos en una sociedad como seres igualmente importantes”. Las interpretaciones que sobre el contenido de estos derechos realizan los tribunales constitucionales también escapan de la premisa mayoritaria, pues éstas no son externas a la Constitución, sino que constituyen “fuentes obligatorias para discernir cabalmente su sentido” (C-168/99, del 17 de marzo), de modo que limitan las actuaciones de los órganos constituidos.