El modelo de democracia constitucional genera una tensión entre la jurisdicción constitucional y los órganos legislativos como consecuencia de las funciones interpretativas y decisorias asumidas por los tribunales. Esta tensión mantiene vigente la polémica sobre quién debe ser el guardián de la Constitución, pues, tal y como señalé en mi artículo anterior, las constituciones iberoamericanas “se encuentran permeadas de principios y valores que permiten al órgano constitucional asumir una función de legislador positivo” (“La discusión inacabada entre Kelsen y Schmitt”, 16 de enero de 2019), lo que genera su conceptualización como un “poder constituyente permanente” (Pegoraro: 2013).
Las implicaciones teóricas y prácticas de esta tensión no son nuevas y su historia puede resumirse en cuatro etapas: (1) la sentencia Marbury v. Madison (1803), en la cual se promueve la facultad de los jueces de controlar las leyes para garantizar la voluntad originaria del soberano; (2) la sentencia Lochner v. New York (1905), que propugna por una autocontención judicial en materia económica; (3) la sentencia Brown v. Board of Education (1954), en la cual se retorna al activismo judicial para garantizar el derecho a la igualdad de los estudiantes afroamericanos; y, (4) el surgimiento de la cláusula “notwithstanding” de la Carta Canadiense de Derechos y Libertades, que permite al parlamento ratificar la vigencia de una ley que haya sido declarada inconstitucional e incluso legislar para derogar las decisiones de los jueces constitucionales.
Estas etapas sitúan el debate sobre el control judicial en la dicotomía entre la supremacía judicial, que consiste en la primacía de las interpretaciones constitucionales de los tribunales sobre los demás actores del sistema político, y la supremacía legislativa, la cual propugna por la primacía de las decisiones de las cámaras legislativas frente a la de los jueces constitucionales. Ahora bien, frente a estas corrientes teóricas, el constitucionalismo dialógico aporta un nuevo paradigma del control judicial que se fundamenta en el diálogo y que concibe la función jurisdiccional como un mecanismo para controlar que la mayoría no restrinja las condiciones y los presupuestos que hacen el procedimiento democrático un mecanismo apto para encontrar soluciones correctas (Montalvo: 2012). Esto no significa en lo absoluto, como bien advierte Nino, que el papel de los jueces debe solo limitarse a verificar si se dieron las condiciones procedimentales del debate democrático para la adopción de las disposiciones legales, sino que en ciertos casos los jueces están obligados a adoptar las medidas necesarias para poner a las personas en igualdad de condiciones para que puedan participar en la decisión democrática (Nino: 1997).
En otras palabras, en la actualidad existen dos grandes teorías en torno a quien debe tener la “última palabra” en el ordenamiento constitucional (la supremacía judicial y la supremacía legislativa), las cuales explican y pretenden resolver la tensión entre la jurisdicción constitucional y los órganos legislativos. Frente a estas teorías, surge un paradigma intermedio que concibe a la democracia como un diálogo continuo entre todos los potencialmente afectados (Habermas: 1985), el cual es incompatible con un esquema institucional en donde una de las ramas de gobierno se arroga el poder de pronunciar la “última palabra”. En efecto, para algunos teóricos como Nino, Bayón y Gargarella, la preocupación de las teorías de la supremacía judicial y de la supremacía legislativa radica en determinar quién es el órgano que puede dar el último golpe en la mesa en el sistema jurídico cuando el aspecto más importante debe ser determinar cuál debe ser la función que deben asumir los jueces en un Estado democrático.
En definitiva, el constitucionalismo dialógico propugna por la instauración de un diálogo basado en la deferencia y en la autocontención de los tribunales constitucionales, a fin de que éstos ayuden a mejorar el sistema democrático, pero sin asumir una posición de legislador positivo ni de legislador meramente negativo. Se trata, utilizando el dilema del erizo de Schopenhauer, de evitar que los jueces asuman funciones legislativas que desconozcan el proceso de toma de decisión mayoritaria o, en cambio, que estén tan apartados del debate democrático que los órganos legislativos puedan reducir el mismo a un grupo determinado y predilecto de personas. De ahí que la función de los jueces debe consistir en asegurar que todas las personas puedan acceder en igualdad de condiciones a la toma de decisiones, asegurando que los grupos afectados sean consultados directamente cuando sus intereses se vean perjudicados por decisiones públicas.
Ahora bien, ¿cómo lograr una separación “óptima” entre estos órganos? La Corte Constitucional de Colombia ha dado un gran ejemplo con el ejercicio de la figura del estado de cosas inconstitucional y su objetivo de que exista un esfuerzo cooperativo entre las diferentes secciones del gobierno (Waldron: 2017). Pero además, es importante señalar que el intercambio dialéctico entre los jueces constitucionales y las cámaras legislativas puede generarse con el reconocimiento de la presunción de constitucionalidad de las leyes (“La presunción de constitucionalidad de las leyes”, 12 de enero de 2019), una mayor -o absoluta- autocontención con la emisión de las sentencias manipulativas, -especialmente las sentencias aditivas-, y otorgando una mayor participación de los órganos legislativos en ciertas cuestiones constitucionales que requieren de un consenso mayoritario, lo que implica incluso el reenvío legislativo de algunos casos. En síntesis, el objetivo es evitar que los jueces constitucionales asuman un poder “simplemente insoportable” (Kelsen) que afecte su legitimidad y, sobre todo, que las personas se vean en la necesidad de utilizar la jurisdicción constitucional para la resolución de aspectos que requieran de un debate democrático.