En el artículo anterior veíamos la paradoja de una Iglesia acosada por décadas de escándalos que han mermado sustancialmente su prestigio, cuyo papa actual ha identificado una y otra vez lo que a su juicio constituye la causa última del problema, al tiempo que se resiste a tomar las medidas necesarias para enfrentarlo. El factor señalado por Francisco es el clericalismo, que el diccionario de la RAE define como “Marcada afección y sumisión al clero y a sus directrices”, así como “Intervención excesiva del clero en la vida de la Iglesia, que impide el ejercicio de los derechos de otros miembros de ella”. Lo primero se refiere a la creencia mágico-religiosa en la superioridad espiritual del sacerdote, que en virtud de la ordenación sacerdotal adquiere una esencia pseudodivina que lo diferencia de los mortales comunes. Lo segundo se refiere a la superioridad y dominio del clero sobre los laicos, que establece un ejercicio marcadamente jerárquico de la autoridad sacerdotal, donde el sacerdote se considera elegido de Dios, “mediador entre Dios y los hombres”, “sacerdote por la eternidad”, “mil veces superior a los ángeles”:
“En términos sociales, este mecanismo opera cuando el clero inculca en los laicos la noción de que estos últimos no poseen poder ni poseen conocimiento, a la vez que afirma que los sacerdotes y religiosos, por la gracia de su ordenación, poseen superioridad… El Catecismo de la Iglesia católica de 1992 … cita una encíclica de Pío XII para la cual ‘debido a la consagración sacerdotal que ha recibido, el sacerdote disfruta del poder de actuar por el poder de Cristo mismo, que él representa’. Tal enseñanza, obviamente, configura la relación de los laicos con el clero”.
En este sistema de poder, “un sacerdote de la parroquia no responde ante nadie, excepto ante su obispo; un obispo no responde ante nadie, excepto ante el papa. Y el papa no responde a nadie, excepto ante Dios”. El carácter sobrehumano atribuido a los sacerdotes tiene importantes consecuencias. Por un lado, “hace que sea inimaginable la figura del sacerdote perverso”, lo que explicaría la cantidad de padres y madres que, al día de hoy, siguen confiando sus hijos púberes a esta casta sacerdotal para que asistan a clases de religión y a campamentos, actúen como monaguillos, etc. Por otro lado, crea una estructura de poder totalmente cerrada, que no le rinde cuentas a nadie fuera de la Iglesia, lo que crea las condiciones idóneas para el abuso de los más débiles y su posterior encubrimiento por colegas y superiores.
Esta estructura cerrada cuenta con mecanismos de protección que la refuerzan, como el secreto del confesionario, que garantiza a los curas criminales el perdón de sus pecados junto a la seguridad de que nunca serán denunciados por el confesor. Otro mecanismo es el llamado privilegio del foro (privilegium fori) que desde tiempos inmemoriales concede a los sacerdotes residentes en países católicos una jurisdicción penal privilegiada. En nuestro país, estos dos privilegios están codificados en el Concordato trujillista de 1954, todavía vigente, en los siguientes términos:
Artículo XI: 1. Los eclesiásticos gozarán en el ejercicio de su ministerio de una especial protección del Estado. 2. Los eclesiásticos no podrán ser interrogados por jueces u otras autoridades sobre hechos o cosas cuya noticia les haya sido confiada en el ejercicio del sagrado ministerio y que por lo tanto caen bajo el secreto de su oficio espiritual…
Artículo XIII: En caso de detención o arresto el eclesiástico o religioso será tratado con el miramiento debido a su estado y a su grado. En el caso de condena de un eclesiástico o de un religioso, la pena se cumplirá, en cuanto sea posible, en un local separado del destinado a los laicos…
Más allá de los mecanismos pseudoinstitucionales establecidos por el Concordato, en nuestro país suele funcionar la impunidad pura y simple, garantizada no solo por los jerarcas eclesiásticos sino también por los políticos y gobernantes subordinados a ellos. Ejemplo de esto son los casos del Nuncio Jósef Wesolowski y del cura Wokcietch Waldemar (Alberto Gil), a quienes las autoridades de la Iglesia ayudaron a evadir la justicia dominicana con absoluta impunidad (y probablemente con el consentimiento de autoridades judiciales).
La reforma del 2021 de las leyes canónicas realizada por Francisco, supuestamente para facilitar el castigo a los curas criminales, es un ejemplo fehaciente de la persistencia de este sistema cerrado y autoreferencial y su cultura del secretismo, en tanto no establece mecanismos para que los superiores jerárquicos acudan a las autoridades civiles, sino que mantiene la investigación y el castigo de los pederastas en manos de los obispos, donde la pena máxima que éstos pueden aplicar es la separación del sacerdocio.
Paradójicamente, el papa Francisco ha condenado reiteradamente el clericalismo, al que califica como “una enfermedad de la Iglesia”, afirmando que el mismo “genera una escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los males [de abuso sexual] que hoy denunciamos. Decir no al abuso, es decir enérgicamente no a cualquier forma de clericalismo”. ¿Cómo explicar entonces su reticencia a tomar medidas concretas para enfrentar lo que él considera la fuente última de los abusos?
Algunos teólogos católicos han señalado que los dos pilares principales sobre los que descansa el clericalismo son la exclusión de las mujeres del sacerdocio y el celibato sacerdotal obligatorio, prácticas que refuerzan la supuesta excepcionalidad del varón ordenado y por tanto las rigideces jeráquicas que garantizan su supremacía sobre las mujeres y los laicos. El mismo Francisco ha denunciado el vínculo entre el celibato sacerdotal y el clericalismo, llegando a afirmar que “una de las dimensiones del clericalismo es la fijación moral exclusiva en el sexto mandamiento (…) Hoy la Iglesia tiene necesidad de una profunda conversión en este aspecto”. Asimismo, desde su llegada al trono papal Francisco ha enfatizado la importancia “fundamental” de las mujeres en la Iglesia, llegando a nombrar a unas pocas en cargos importantes de la Curia (lo que por primera vez en la historia ha requerido el establecimiento de sanitarios femeninos en algunas oficinas vaticanas). Pero, siguiendo con las paradojas papales, Francisco ha sido tajante en su oposición al sacerdocio femenino, afirmando que “esa puerta está cerrada” porque “dogmáticamente no va”.
Hay que recordar que ni la misoginia sacerdotal ni el celibato clerical tienen fundamento bíblico y no existían en la primera época de la Iglesia. La primera se fundamenta en el argumento, llamémoslo ingenuo, de que Jesús eligió a 12 varones como discipulos y el segundo fue un invento del siglo XII dirigido a preservar las propiedades eclesiásticas ante los reclamos que pudieran hacer los hijos de curas. ¿Cómo explicar, entonces, que la reforma de las leyes canónicas del 2021 criminalizara la ordenación de mujeres con la excomunión automática -es decir, sin necesidad de juicio eclesiástico- pero no la pederastia sacerdotal?
Hay que ser muy ingenuo para pretender que la exclusión de las mujeres del sacerdocio es simple consecuencia de la tradición de los 12 apóstoles, dejando de lado la misoginia feroz que ha caracterizado las enseñanzas católicas desde la época de los primeros padres de la Iglesia, sobre todo Agustín. El mismo Agustín que enseñó a los cristianos a asociar el sexo con el pecado, la degradación y el desenfreno, y que señaló a la mujer como causante del pecado original por su tentación sexual de Adán. El mismo que afirmó que el esposo a su esposa “la ama porque es persona y la odia porque es mujer”. El mismo que, junto a Tomás de Aquino, sigue siendo el teólogo fundamental de la cristiandad (sí, el mismo Tomás de Aquino que definió a la mujer como un varón fallido, defectuoso, “mutilado”, “que no se corresponde con la intención de la naturaleza”).
En la tradición cristiana, y sobre todo la católica, la misoginia es artículo de fe y sigue siendo consustancial al negativismo sexual que subyace y glorifica el celibato sacerdotal. No es casualidad que los principales defensores del clericalismo sean justamente los católicos más conservadores, los mismos a los que Francisco acusa de estar obsesionados con el sexto mandamiento.
Como dice Francisco, “el clericalismo es esencialmente hipócrita”. ¿Cómo explicar entonces su reticencia a desmantelar dos de sus pilares principales? Quizás porque, como señala un exsacerdote, “la masculinidad y la misoginia son inseparables de la estructura misma de la Iglesia. El fundamento conceptual del clericalismo es muy simple: las mujeres están subordinadas a los varones y los laicos están subordinados a los sacerdotes, considerados ‘ontológicamente’ superiores en virtud de su ordenación” (traducción propia). Sería una pena que Bergoglio desperdicie la oportunidad que le da su papado de sacar a la Iglesia de su oscurantismo medieval revirtiendo ambas políticas, aunque a estas alturas es poco probable que lo intente. Habría que creer en milagros…