Luego de tres décadas de escándalos incesantes, el tema de la pederastia sacerdotal y el encubrimiento de los obispos se ha puesto viejo. Todavía salen reseñas en la prensa de vez en cuando, pero en general se habla poco de eso, sobre todo desde que la pandemia empezó a copar la atención del mundo hace tres años. Las apariencias engañan, sin embargo, razón por la cual vale la pena retomar la problemática en el momento actual, considerando su vigencia real así como los factores que hacen dudosa su solución definitiva.
Este mismo año nos enteramos que en Francia están siendo investigados 11 obispos; que en Alemania se publicó un informe judicial que revela el encubrimiento sistemático de centenares de curas agresores; que El País de España investigó y divulgó los nombres de 39 obispos “señalados de haber encubierto, silenciado y ocultado casos de abusos a menores en sus diócesis”. Quince estados de los EEUU, además del Departamento de Justicia, están realizando o han concluido recientemente investigaciones judiciales, lo que garantiza que los escándalos por abuso y ocultamiento continúen durante años, igual que la sangría económica de la Iglesia católica, que ya ha pagado más de 3 billones de dólares en indemnizaciones a víctimas tan solo en los EEUU (aunque se estima que la cifra real aumenta bastante cuando se incluyen gastos administrativos, pago de abogados, etc.).
No solo siguen los escándalos de pederastia, sino que en los últimos años hemos visto un despliegue de horrores que parece no tener fin: las revelaciones sobre las prácticas barbáricas de los orfanatos de niños y las “lavanderías” de madres solteras en Irlanda, que hicieron colapsar el catolicismo en el país más devoto de Europa; los horrores de los internados de niños indígenas en Canadá, que llevaron al papa a viajar a ese país a pedir perdón, quizás con la esperanza de evitar una estampida de fieles similar a la de Irlanda; la complicidad de la Iglesia en el robo de decenas de miles de niños durante las dictaduras en España y en los países del Cono Sur, sobre todo en Argentina, que fueron entregados o vendidos a familias vinculadas a las dictaduras con la intermediación de curas y monjas. Hasta la orden de monjas de Teresa de Calcuta ha sido recientemente implicada en la venta de bebés, lo que llevó a las autoridades de la India a cerrar uno de sus albergues para solteras embarazadas en ese país.
El menos divulgado de los horrores clericales de los últimos años es la “persistente” práctica de violar sexualmente a las monjas, sobre todo en África, donde la pandemia del VIH llevó a muchos sacerdotes y obispos a abusar de estas mujeres que, por ser vírgenes o célibes, no podían transmitirles la enfermedad. Las violaciones de monjas también han sido denunciadas en varios países de América Latina, en India e Italia, junto a las presiones de muchos violadores para que ellas aborten los embarazos resultantes. Como las monjas por lo general no denuncian públicamente ni someten judicialmente a los curas agresores -ni reclaman indemnizaciones millonarias a la Iglesia- estos casos han recibido poca atención de los medios y menos aún del Vaticano, que no ha tomado ninguna medida para identificar y castigar a los culpables. Nótese que lo contrario ocurre con los interminables escándalos financieros de la Curia, el más reciente de los cuales implica al cardenal Angelo Becciu, quien está siendo juzgado por malversación de fondos, asociación ilícita y otros delitos. A diferencia de los violadores de monjas y de niños, a quienes el Vaticano rara vez sanciona, “tras el estallido del escándalo y el inicio de la investigación, Francisco retiró todos los derechos cardenalicios a Becciu y le apartó de su cargo como prefecto de la Congregación para la Causas de Los Santos”.
La enumeración de horrores que aquí presentamos no es gratuita sino que busca sentar las bases para una reflexión en torno a las causas del cataclismo moral que arropa a la Iglesia, sobre todo en las últimas dos décadas, sin que sus autoridades hayan tomado medidas efectivas para enfrentarlo y sin que se vislumbren los cambios de fondo necesarios para poner fin a los abusos. Ni siquiera la pérdida de feligresía en la mayor parte del mundo católico ha sido aliciente suficiente para que la Iglesia adopte una actitud proactiva, dirigida a prevenir y sancionar ejemplarmente estos crímenes, en lugar de las lamentaciones y los paños tibios a que nos tiene acostumbrados. Es cierto que ha habido una reducción en el número de casos nuevos denunciados, específicamente en los países que registran el mayor número de abusos, pero es posible que esto sea consecuencia de la gran cantidad de denuncias periodísticas y persecuciones judiciales iniciadas por las víctimas en dichos países y no producto de medidas tomadas por la Iglesia. No sabemos en qué medida la situación ha mejorado en países con instituciones débiles, como el nuestro, dado que las causas últimas del problema no han sido bien abordadas por la Iglesia y la mayoría de los abusos permanecen ocultos.
En la actualidad, la región del mundo donde más aumenta el catolicismo es África, mientras en los EEUU, Europa Occidental y América Latina -las regiones que tradicionalmente han configurado el mundo católico- el porcentaje de población que se declara católica ha disminuido estrepitosamente. Según encuestas recientes, apenas el 57% de los latinoamericanos se identifica como católico, a pesar de haber sido la religión hegemónica hasta hace poco. En los EEUU este indicador registra una reducción de 18 puntos porcentuales en las últimas dos décadas, a pesar del aumento de migrantes latinoamericanos mayoritariamente católicos a ese país. En la RD, el porcentaje de la población que se declara católica pasó del 68% en el 2008 al 49% en el 2019. Por supuesto que los crímenes del clero no son la única causa de este fenómeno, aunque sin duda han jugado un papel importante, sobre todo en los EEUU y Europa Occidental, donde los abusos sexuales han sido más denunciados y castigados judicialmente que en otras regiones.
Como es bien sabido, la respuesta de la Iglesia ha dejado mucho que desear: Juan Pablo II mantuvo un silencio negador frente a las acusaciones de abusos clericales, llegando a declarar “Apostol de la juventud” al pederasta Marcial Maciel en medio del creciente clamor público en su contra. Benedicto XVI hizo lo imposible por minimizar el problema, priorizando en todo momento la preservación del prestigio sacerdotal ante los reclamos de las víctimas y buscando excusar a la Iglesia de responsabilidad: que si la laxitud moral inducida por la revolución sexual de los años 60, que si las camarillas de homosexuales en los seminarios, que si el abandono de la fe en la cultura moderna, etc.
Ante este panorama desolador, Francisco representa sin dudas un avance, aunque sus lamentaciones y sus expresiones de solidaridad con las víctimas no se han acompañado de medidas serias para desactivar el problema. En particular, ni su reciente reforma de las leyes canónicas ni la ley vaticana del 2019 obligan a los obispos a denunciar los actos criminales ante la autoridad civil. Por el contrario, tanto los procedimientos como las penas establecidas tienen un carácter interno: ahora los obispos están supuestamente obligados a prestar atención a las denuncias y los culpables serán castigados con la “privación del cargo” y, en casos extremos, con su separación del sacerdocio. En otras palabras, los mismos obispos que durante décadas han sido encubridores y cómplices de los abusos son ahora los encargados de resolver el problema, sin acudir nunca a la policía ni a ninguna autoridad fuera de la Iglesia.
Más lamentable todavía es el hecho de que Francisco está plenamente conciente del rol que juega el clericalismo en la génesis del problema y en más de una ocasión lo ha denunciado, aunque sin tomar las medidas correspondientes: “[Francisco] denuncia la cultura clerical en la que el abuso ha encontrado su nicho, pero no hace nada para desmantelarla. Sus respuestas son la personificación de esa cultura” (traducción propia).
En la próxima entrega veremos el tema del clericalismo y su rol en la problemática de las agresiones sexuales sacerdotales, tanto en lo que respecta a su génesis como a la reticencia de la iglesia para hacerle frente al problema. También veremos en qué medida el celibato sacerdotal y la exclusión de las mujeres del sacerdocio contribuyen al mantenimiento del clericalismo y, por ende, de los abusos sexuales en la Iglesia.