«Allí donde el populismo divulga con éxito la idea de la información como un arma, el propio lenguaje se ve debilitado». Yuval Noah Harari
Vengo de una cultura comunicacional en la que los emisores del mensaje tenían acervo, cultura, compromiso, ideas y una excelente dicción. Poseían y aún los hay, interés por el bienestar social, la formación colectiva y el deber ético como herencia para futuras generaciones. Eran dueños del más fino trato a los demás, gozaban de magia al hablar, capacidad discursiva y extrema sensibilidad social.
No había espacio para desdibujar con palabras inapropiadas o descompuestas el contexto comunitario del concepto del “yo” como parte gregaria de un conjunto unitario denominado sociedad. No. Nadie osaba romper las reglas descritas en la práctica enriquecida del deber y del ser con el hacer, en aras de restaurar por medio de la crítica los principios democráticos y los valores antropológicos que dieron lugar al establecimiento de lo que muchos denominan “conciencia y responsabilidad ciudadana”.
Acudían, como lo expresa en síntesis las funciones del periodismo, a las cosas más básicas de una actividad que procura en primer lugar informar con veracidad, educar, orientar y entretener. Todo ello, partiendo de la importancia que da el hombre culto a los derechos del otro, en este caso el receptor. Un periodista, por más escasa comprensión sobre cosas particulares que tuviera, siempre supo el valor de su acción y el precio que se paga en la defensa de los más altos intereses de la patria, más aún cuando su voz se levanta en favor de quienes menos pueden.
La palabra del periodista era una verdadera sentencia, no dejaba espacio a la confusión. Todos apelábamos al juicio crítico de los que mañana, tarde o noche, en la prensa escrita, radial o televisiva, expresaron con respeto el parecer sobre un hecho o una persona en el ejercicio de una función pública. Respetando, como es lógico, los preceptos normativos que velan por la integridad y la dignidad de las personas. Como se establece en nuestra Carta Magna, las leyes y acuerdos supranacionales refrendados por los poderes del Estado.
Me avergüenza, me incomoda, me indigna observar el comportamiento irracional de gente que quiero, que, por un Me gusta y una visualización, engullen y escupen veneno letal en detrimento de la moral de gente a la que quizá no conocen y jamás lleguen a conocer. Me duele ver el placer que les da la antropofagia periodística como antídoto; muchas veces, exhiben las carencias intelectuales y debilidades materiales saciadas con el morbo y la desconsideración al otro como arma.
No me canso de repetir que la internet, las redes sociales y las plataformas digitales, son y serán fuente de información y conocimiento para gente que no pudo alcanzar el peldaño de la enseñanza por las vías tradicionales, pero que, en las manos equivocadas, son el puente más próximo a la locura colectiva, al desprestigio social, al odio a la diferencia, al machismo recalcitrante, a la difamación y la injuria y la transgresión a derechos consagrados en beneficio del individuo y su familia. Y, que han hecho de la noble condición de informar un arte moderno al canibalismo humano sin detractores.