El día empieza a las 5:45 para tomar café antes de iniciar la labor de alistar mis hijos que debo dejarlos en la escuela antes de, con suerte y si los tapones ayudan, llegar más o menos puntual a la oficina para hacer el trabajo de todos los días y cumplir con esa cuota de adultez y responsabilidad que nos concede la vida. Por suerte, en mi caso me pagan por hacer algo que disfruto grandemente y que me hace sentir dichosa.
Dos veces por semana las tardes salen cortas para repartirme entre actividades extracurriculares de los muchachos. Así que, justo cuando termina mi jornada laboral, empieza mi labor de chofer para que ambos puedan cumplir con sus horarios, esperar que terminen y finalmente llegar a la casa, la misma a la que no he vuelto desde las 7 de la mañana, y para que la pena no me mate, echarle alimento a los perros y bajarlos a su paseo.
Aún no hemos hablado del espacio para dar seguimiento a las tareas, pasar tiempo de ocio con mis hijos, cocinar, preparar el día siguiente, lavar si hace falta y cumplir con los quehaceres que exige un hogar. No hace falta entrar en detalles, ni hace falta que quien me lea sea mujer para entender de lo que hablo. La carga del día a día ni las responsabilidades están reservadas solo para las mujeres.
Lo cierto es que la vida de adulto en general, sin ponerle sexo, no es fácil. Especialmente para una mujer divorciada, con hijos, soltera y con responsabilidades reales, de esas que uno debe cumplir sí o sí porque si no, el engranaje empieza a fallar y más serio aún, si no cumplo con ellas ¿cómo se pagan los compromisos? ¿quién se hace cargo? Nadie más, porque en este juego no hay suplentes ni bateadores emergentes.
Tampoco hemos hablado del necesario espacio para ser mujer, para salir a tomarse un trago con las amigas, sentarse sin tiempo a que le hagan las uñas o simplemente darse el lujo de un baño largo, una botella de vino y leer sin interrupciones o hasta que el sueño nos de permiso.
Como tampoco hemos hablado, ya con tanto texto escrito, del cansancio que nos acompaña cuando el final del día se asoma y contra el que uno lucha y se empantalona para no ver la vida pasar frente a sus ojos sin vivir a plenitud.
Ahora ¿hablamos también del esfuerzo que requiere mantener una relación bonita después de los 40 ante tantas responsabilidades y compromisos que la vida nos exige? ¿todo lo que requiere una relación, de parte y parte, para que funcione? Empezando por la capacidad de entendimiento para saber que casi todos los planes deben tener un poco de flexibilidad; comprensión, porque las cosas no siempre salen como uno espera; empatía, para ponerse en el lugar del otro, porque uno ha estado en ambas aceras en algún momento, o es el ocupado o ha estado en lista de espera hasta tanto se pueda; voluntad, para no dejarse comer vivos por la rutina; y hasta esfuerzo, como si fuera una lucha cuerpo a cuerpo en la que uno no se permite vencer el pulso por el cansancio. No es fácil.
No hay que ser mujer para saber de qué hablo; tampoco tener hijos para entenderme.
Lo de hoy no es queja. Porque también con esto que acabo de compartir aquí corre uno el riesgo de que se entienda como un afán por victimizarse y no, no lo es. No lo es porque uno lo asume en paz y sabe que en algún momento irá más suave o estará menos complicado para el amor bonito, el amor maduro. Lo de hoy está escrito con la certeza de que mucha gente pueda leerse en mí y saber que no está solo. Que ese amor bonito llegará y que cuando llegue, muy probablemente será para hacernos los días y la jornada más fáciles. En las buenas, en las malas y hasta en el cansancio al final del día.