“Yo no creo en la riqueza, sino en la virtud. El ideal es más necesario que el pan. Pensar una cosa y disimularla, deshonra a la diplomacia. La sinceridad es el pudor de las naciones”. (Américo Lugo).
Introducción y ponderación de contexto
Cuando en digna y encomiable iniciativa, el historiador Juan Daniel Balcácer propuso, a mediados de 1979, mediante una bien ponderada misiva al entonces Presidente Constitucional de la República Don Antonio Guzmán Fernández, que los despojos mortales del notable intelectual y prócer civil de la República Don Américo Lugo fueran llevados al Panteón Nacional, entre las motivaciones que dieron sustento a la misma, manifestó que:
“Desde 1910, cuando representó el gobierno de Ramón Cáceres en la Cuarta Conferencia Internacional Americana celebrada en Buenos Aires, donde denunció la política expansionista de los Estados Unidos de América, entonces escudados en la Doctrina Monroe, ya don Américo Lugo revelaba poseer una sólida formación nacionalista que luego le convirtió, según el decir del maestro Hostos, en uno de los mejores hijos del pueblo dominicano”.
Sobrada razón llevaba el historiador Balcácer, quien con la ponderación precitada se refería a una de las más resonantes y dignas participaciones que ha tenido un representante dominicano en un cónclave internacional.
La referida conferencia fue inaugurada el 12 de julio de 1910 y clausurada el 30 agosto del mismo año. Con todos los fastos celebraba la República sudamericana el cuarto centenario de su fundación y hasta allí, “como corona y remate de las fiestas del Centenario”, se dirigieron las delegaciones de Estados Unidos, Brasil, Chile, Cuba, Guatemala, México, Paraguay, Perú, El Salvador, Uruguay, Venezuela y la República Dominicana.
Aunque el júbilo argentino por su cuarto centenario era motivo de inocultable regocijo, momentos tensos se vivían en América en aquellas horas. Conflictos entre el país anfitrión y Bolivia, dada la negativa de esta última a aceptar el Laudo pronunciado por la primera en sus conflictos limítrofes con Perú.
De igual manera, habían roto sus relaciones Perú y Ecuador, dado que este último quería desligarse del laudo arbitral tras ser sometido al monarca de España en procurar de resolver sus querellas limítrofes.
Recelos, de igual manera, caracterizaban las relaciones entre Brasil y Argentina.
Y pesaba como espada de Damocles en las repúblicas americanas el peso de la ingerencia norteamericana, que bien justificara el entonces Secretario de Estado Knok afirmando que la misma se realizaba: “en nombre de la necesidad de impedir que se entronicen en América déspotas dignos de las épocas medievales”.
14 temas comprendía el temario de la referida Conferencia, desde el Centenario argentino y la apertura del canal de Panamá hasta el congreso científico de Chile, la uniformidad de los documentos consulares, reglamentos de aduanas, censos y estadísticas nacionales, entre otros.
Y al final de la lista, como de incógnito, aparecía el último tema, con una denominación entre inocente e imprecisa, como para que no diera lugar a muchos cuestionamientos e interrogantes. Sólo dos palabras: “Bienestar general”.
1.- La moción de Don Américo sobre el bienestar general y el origen de una frase memorable
Fue en la sesión del 20 de julio, cuando Don Américo Lugo, en representación de la República Dominicana, propuso a consideración de la Asamblea que se interpretara la expresión “Bienestar general”, la cual figuraba en el artículo 6 del Reglamento de la misma.
Sustentaba Don Américo que era preciso ponderar la misma en su naturaleza y alcance y lo hizo con un discurso memorable, el cual por su profundidad, elegancia y altura moral constituyó una especie de sacudida emocional que impresionó los ánimos y la conciencia de los delegados allí congregados.
Expresó Don Américo:
“En la primera sesión de este Congreso, al discutirse la modificación del artículo 6to. del reglamento, un honorable colega propuso que la comisión relativa a bienestar general fuese compuesta de un miembro por cada delegación a causa de la importancia que dicha sección entrañaba.
Fijóse con tal motivo mi atención, algo distraída ante un programa sin ideal como el que sirve de pauta a nuestras tareas, y buscando la expresión que en los labios del señor delegado paraguayo había vibrado en mi alma, halléla, no en el seno mismo del programa, sino en el reglamento que lo rige y completa.
Más, al leer la frase, una duda asaltó mi ánimo. Esas palabras ambiguas pueden decirlo todo o pueden no decir nada. ¿Qué se quiere expresar con los términos bienestar general? ¿Se trata simplemente de la comodidad y provecho de las delegaciones? ¿O debe entenderse en el sentido de la consecución de cuanto propenda a la dicha de los pueblos?
En apoyo de la primera interpretación podría argüirse con el lugar que la frase ocupa, figurando como figura en el reglamento y no en el programa, y siguiendo como sigue inmediatamente después de la sección de publicaciones, la cual sólo tiene por objeto la realización de actos materiales.
Más tal interpretación de la frase bienestar general me pareció que implicaría la condenación del espíritu que presidiera a la redacción del programa, y quise ver cómo la habían entendido los hombres que figuraron en las conferencias anteriores.
Y aunque parece que nada efectivo realizó la comisión a que estuvo encomendada la sección de bienestar general, de las actas de 1906 pude extraer estas palabras pronunciadas por el grande y llorado Nabuco en su calidad de presidente: “He abierto tres excepciones al sistema de no colocar las delegaciones unipersonales sino en las comisiones en que fuera obligatoria la presencia de un delegado de cada país. La primera es relativa a la comisión de bienestar general, a la que atañen todas las ideas de carácter, por decir así, unánime suscitadas en beneficio de nuestro hemisferio.
Conforme, pues, a este criterio, debería interpretarse la expresión “bienestar general” en un sentido ideal, correspondiendo en consecuencia a los miembros de la comisión 14 la tarea de estudiar los medios conducentes a la felicidad de los pueblos americanos.
Esta tarea, tan grata como delicada, animaría el frío espíritu de estas reuniones e iluminaría con una luz radiante, ante los ojos de América entera, el recinto en que nos hallamos congregados.
¡Qué campo tan vasto y fecundo! El bienestar general del nuevo continente exigiría la declaración del respeto absoluto a la independencia de cada una de las naciones de América. Este respeto conllevaría, como soluciones previas, el sometimiento obligatorio e inmediato de todas las cuestiones de límites al principio americano de arbitraje; la consagración del principio de no intervención en los asuntos interiores de ningún estado americano así de parte de los estados europeos como como de parte de ningún otro estado americano; y la expresión de un voto perpetuo para que una pacífica evolución política en América devuelva algún día a su propia raza y natural destino aquellos países que han sido anexados por el pretendido derecho de guerra.
El bienestar general, así entendido, nos llevaría como de la mano al cultivo de los elementos étnicos originarios que constituyen el espíritu peculiar de cada una de las naciones americanas, para lo cual bastaría guiarse por la naturaleza y la historia que han dividido el nuevo mundo, uno, por otra parte, no sólo en la identidad fundamental humana, sino por el superior sentido del ideal pan-americano invocado en estos congresos, no en veintiún pueblos, sino en tres y sólo en tres pueblos: el grande y próspero pueblo anglo-americano, y los no menos grandes aunque menos prósperos pueblos hispano-americanos y luso-americano; porque ese culto asiduo es esencial al bienestar del nuevo mundo y para conservar la fuerza y el vigor orgánicos que subordinan y nacionalizan las corrientes migratorias que acrecientan y robustecen el organismo nacional.
El bienestar general necesitaría transformar en deber de legación el derecho de legación entre todas las naciones americanas, con la obligación de propender no sólo a un comercio intelectual científico, artístico y literario sino a la propagación eficaz en América y en el mundo, del espíritu de América.
Tales, entre otros, serían señores, los objetivos luminosos de la comisión 14 del presente congreso, de interpretarse la expresión “bienestar general” en un sentido ideal. Propongo, pues, que antes de pasar adelante en nuestro trabajo, se defina el carácter de la comisión de bienestar general y se precise el alcance de su título.
Siempre es conveniente definir y a veces, definir es salvar. Si entra en nuestro programa, sin necesidad de alteración e iniciativa particular, cuanto interesa verdadera y profundamente a la América; si está en la mente de los que nos han precedido aplicar, sin violencia, un remedio a los grandes males que nos afligen; si preocupados estos congresos, no ya con la sólo con la obtención de recíprocas ventajas materiales sino también con un alto y desinteresado afán de bienestar moral, buscan la solución pacífica del problema americano, entonces, señores, nuestra misión acrecerá en utilidad y grandeza.
Por mi parte, desearía que así fuera. Sin esa interpretación ideal, el programa de la Cuarta Conferencia es ciertamente estimable, pero no corresponde al pensamiento ni a la aspiración actual del continente. Es necesario tener el valor y la hombría de bien de decirlo, porque la América está sedienta de verdad. Las naciones constituidas, prósperas y ricas buscan mercados, pero las que no lo están y son débiles y pobres, buscan paz, estabilidad y libertad.
Yo no creo en la riqueza, sino en la virtud. El ideal es más necesario que el pan. Pensar una cosa y disimularla, deshonra a la diplomacia. La sinceridad es el pudor de las naciones”.
2.- Reacciones de encomio de la prensa argentina y ataques de la prensa norteamericana
Para calibrar la trascendencia de aquel discurso memorable de Don Américo, basta prestar atención a lo que el 21 de julio, es decir, al día siguiente de pronunciarse, reseñaba la prensa argentina, especialmente a través del periódico La Nación, entonces su más importante medio de prensa.
Afirmaba al respecto:
“Desde el comienzo advirtiose que aquello tomaba un nuevo sesgo y que no se trataba de una iniciativa más de agasajos y cumplidos. Quizá era la primera palabra que se pronunciaba en la vasta y sorda sala con un concepto de interés moral. Alguien que simpatiza con el pensamiento insinuado por el Señor Lugo recordó luego, oponiendo a una crítica literaria el clásico ejemplo, que el delegado dominicano, hablando en representación de un pueblo modesto y pobre y rompiendo con la tesitura convencional de las sesiones, podía ser allí tan inoportuno y, sin embargo, tan elocuente como lo fuera en el célebre congreso de París de 1857 aquel humilde delegado del reducido reino de Cerdeña que se llamaba en Conde de Cavour.
El Señor Lugo habló con franqueza…Puso de relieve la falta de un ideal, de un objetivo superior, en el plan o programa de trabajos de la conferencia. Y como asumió espontáneamente la representación de los pequeños, se llevó de calle los corazones. Hubo una gran expectativa y aún cierta inquietud. Los que allí están para desempeñar un papel en la escenografía política del mundo, y no para meterse en honduras, se preguntaron adónde podía llevar las cosas semejante actitud”.
No reaccionó en favorables términos, sin embargo, la prensa norteamericana ante el memorable discurso de Don Américo. Insinuaba que el mismo contenía un velado ataque a los intereses y propósitos de la poderosa nación del norte. En réplica a dicha interpretación pronunció Don Américo un segundo y también memorable discurso al cual nos referiremos en la próxima entrega de esta columna.