Me di cuenta, asistiendo con alegría y emoción a algunas manifestaciones del Diálogo de Tambores, hasta qué punto he sido una privilegiada. Tuve mi primer contacto con la religiosidad popular dominicana prácticamente bajando del avión que me traía de Francia en el año 1973.

Mi novio, recientemente ingresado como profesor en la escuela de sociología de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), me anunció una velada inolvidable para el día siguiente. Fue así como tomamos la autopista Duarte con Dagoberto Tejeda, otro entusiasta profesor de sociología que había estudiado en Brasil y que fue nuestro guía en la primera de una larga serie de visitas.

Este encuentro me permitió acercarme de golpe a la expresión más auténtica y genuina del alma dominicana, al sincretismo, a la religiosidad popular que vive el hombre sencillo del campo y que este ha logrado conservar a pesar de las desigualdades, las trabas, los prejuicios y la urbanización masiva de los últimos 50 años.

Me hice poco a poco “seguidora” de don Julio Paniagua, el dueño de la iglesia de las Maravillas que se encontraba en el paraje de Jibaná, en La Cuchilla, Villa Altagracia, y pasé a “formar parte” de la comunidad de sus “fieles”. Fueron estas visitas las que me condujeron a seguir el curso de Folklore que ofrecía entonces Fradique Lizardo en el Museo del Hombre Dominicano y a realizar algunas andanzas con él a través del país.

Privilegiada fui, lo reitero, de ser iniciada a la República Dominicana de manos de dos gigantes del folklore y de la cultura popular que me ataron a esta tierra de manera más rápida y profunda que muchos otros lazos que se pueden tejer a lo largo de una vida.

Han pasado casi cincuenta años y el Diálogo de Tambores, organizado por el Ministerio de Cultura y las agencias del Sistema de Naciones Unidas con el auspicio de los ministerios de Economía Planificación y Desarrollo (MEPyD) y de Relaciones Exteriores (MIREX), es el primer evento desde entonces que da realmente una voz oficial a los afrodescendientes como grupo étnico en la República Dominicana y no solamente como protagonistas de actividades culturales lideradas por una u otra comunidad.

Esta apuesta cultural y de derechos humanos tiene un valor inconmensurable: reconoce y visibiliza las expresiones de la diversidad dominicana, destacando la herencia afro dominicana en sus más diversas expresiones e impulsando la participación plena y equitativa de las personas afrodescendientes en los diferentes escenarios de la sociedad.

Era justo y necesario si recordamos que nuestro país tiene una historia racial y étnica particular y décadas de una construcción ideológica desde el sistema de poder que ha logrado  un discurso en torno a la cultura nacional que vulnera la riqueza de nuestra diversidad y de nuestros sincretismos.

De sincretismo se trata, de un sincretismo sin nombre. Para unos, vodú dominicano; para otros, religiosidad popular, cuyos practicantes son servidores y portadores de misterios dentro de un sistema religioso perseguido, estigmatizado, y que ha debido disfrazarse para evitar el rechazo social.

El Diálogo de Tambores es un reconocimiento más que merecido a los aportes de los estudiosos y luchadores sin desmayo a favor de los derechos de los afrodescendientes, de la cultura popular dominicana y de la diversidad cultural. Gracias a Celsa Albert, Carlos Andújar, Martha Ellen Davis, Carlos Esteban Deive, Fradique Lizardo, Roldán Mármol, June Rosenberg, Dagoberto Tejeda y otros tantos.

Las puertas se  están abriendo para que los conceptos de negro y de afrodescendiente sean asumidos y valorizados. La sociedad dominicana se constituyó sobre tres patas y es tiempo de valorizar lo afro en condición de igualdad para que la población disponga de los temas y conceptos apropiados y eso le permita ser aún más orgullosa de su múltiple herencia cultural.

La conversación sobre identidad, raza y etnicidad debe ser profundizada, integrada al discurso oficial, a campañas para que la población se apropie más de su identidad: el negro no solo está detrás de la oreja o detrás de la denominación “indio” de una cédula de identidad. Forma parte del orgullo y la comprensión de una herencia, de ser el producto de una rica fusión de culturas que encuentra su sitial en la identidad dominicana.