Cuando caminamos por los callejones de nuestros barrios vulnerables no sabemos acerca de los múltiples dramas que se esconden detrás de los muros. Los aposentos exiguos de las casas son escenarios de violencia intrafamiliar y de abusos de todo tipo que se desarrollan en la promiscuidad que impera en el hábitat de estos sectores.

 

Detrás de estas paredes, en medio del bullicio del vecindario, hay también otras difíciles situaciones como la presencia en las casas de pacientes en fase terminal que los hospitales reenvían a sus hogares para hacer espacio a nuevos pacientes.

 

Como lo señala el periódico Hoy del 7 de julio pasado, a través de un llamado de Altagracia Ortiz que aparece en el editorial, se necesitan los lugares para enfermos que responden a los tratamientos y que no han sido condenados por la medicina.

 

Sin embargo, este editorial viene a recordarnos que una sociedad que se pretende moderna debe garantizar un final de vida digno a sus integrantes, tengan recursos o no los tengan.

 

No hay nada más destrozador que las desigualdades frente a la muerte en el caso de enfermos en estado terminal. La pobreza no solo significa tener un nivel de renta bajo, también conlleva hambre, malnutrición, enfermedades, muertes prematuras, exclusión y desigualdades.

 

¡Cuántos dramas se juegan en habitaciones mal ventiladas de casas atiborradas de niños y niñas inconscientes del drama de la muerte que se desarrolla frente a ellos!

 

Es cierto que la muerte siempre ronda bajo múltiples formas en ciertos sectores de la capital: bandas de delincuentes, policía, enfermedades mal tratadas, a las cuales se agrega la presencia a veces dolorosa y larga de estos enfermos extinguiéndose en condiciones infrahumanas, pero normales para el vecindario.

 

He presenciado algunos casos que me han resultado difíciles de superar. La mayoría de las veces se nota una ausencia total de acompañamiento de parte de los hospitales y un desconocimiento de la familia sobre los gestos que podrían aliviar el enfermo.  Todo esto, acompañado de una forma de ceguera que quiere negar el final cercano, remitiéndose a Dios y a los milagros.

 

Por falta de un nivel educativo adecuado el o los acompañantes muchas veces se encierran en sí mismos y no entienden bien las informaciones que les brindan los servicios de salud, lo que complica la situación.

 

Las regulaciones para la entrega de los calmantes responden a medidas de prevención. No obstante, tener que cargar literalmente al hombro un enfermo para llevarlo a la clínica del dolor para entregarle presencialmente sus dosis de calmantes parece una tortura de otra época.

 

Devolver personas a sus precarios hogares con colchones derrumbados, apagones de horas y un calor intenso refleja una grave ausencia de conocimiento del entorno en el cual vive el enfermo y de consideración de sus necesidades de fin de vida.

 

He visto hacer un pet scan a un cadáver ambulante, a un cuerpo agotado que falleció tres días después de la prueba, cuando realizar tal estudio y trasladar una moribunda constituía en realidad una falta de respeto.

 

El Estado gasta mucho en los pacientes con enfermedades catastróficas como el cáncer para tratar de salvar vidas, pero es tiempo de pasar a una nueva escala y construir un sistema de medicina paliativa como lo hay en muchos países del mundo siguiendo los lineamientos de la OMS.