C.M., 10 años, fue raptada el 25 de junio de 2015 camino a la iglesia ubicada en el barrio donde vivía, Los García, municipio Pedro Brand, provincia Santo Domingo.

El 7 de septiembre de 2016 los restos de su cuerpo serían hallados cerca de su tugurio en una fosa superficial en un terreno baldío cenagoso del sector La Cuaba, kilómetro 23 de la carretera Duarte.

Pese a que dos jóvenes presas de los vicios e inclinados a la infracción de la ley serían acusados por el crimen, la coyuntura electoral e intereses económicos sirvieron de plataforma para construir una leyenda urbana que se llevó de paro la verdad, minó décadas de esfuerzos de los fundamentales programas de trasplantes de órganos, alborotó el estado emocional de la sociedad y zarandeó la imagen de la niña hasta el extremo de revictimizarle, rematarle.

El oportunismo de candidatos sedientos de posicionamiento, la pugna económica y la pasión mediática por la posverdad, convirtieron el hecho en un plan macabro de un médico dueño de una conocida clínica de Santo Domingo Este, enfermo de cáncer y con una finca cercana al lugar del hecho, con el supuesto objetivo de extirpar los órganos a la empobrecida niña para trasplantárselos y recuperar su salud.

Según la novela de ficción articulada, la hija del galeno, presentada como “doctora”, habría reclutado a los delincuentes para el rapto y entrega de CM, a quien se había llevado y luego se la regresó sin vida para fines de desaparición a cambio de unos 3,500 dólares. Las osamentas habían sido sepultadas en la finca del médico donde -enfatizaba- “hay animales raros”.

Luego de meses de batir el mismo relato en medios tradicionales y nuevos, en el imaginario colectivo se instaló la idea sobre un facultativo y su hija como vulgares asesinos y el delirio de persecución de muchas madres que dejaban en casa a sus vástagos por miedo a que, de repente, una supuesta banda se los arrebatara.

Cada día se escuchaban historias nuevas de intentos de rapto de niñas y niños. Por los cuatro costados de la República brotaban constructos estructurados por la imaginación ante la carencia de explicación del hecho C.M y de documentación científica sobre la imposibilidad de operar el complejo proceso de cambio órganos humanos en las circunstancias alegadas.

Ya era tarde cuando un altisonante promotor del relato reconoció que la “hija del doctor, la doctora, ni el hijo” nada tienen que ver con eso, aunque inculpaba al médico (ya fenecido). Por conveniencia, el abogado había asumido el relato, mismo de los delincuentes, y lo había repetido hasta el cansancio.

Imposible recoger todo el derramamiento de especulaciones que han erosionado la reputación de las personas mencionadas.

Ocho años después, la versión menos socorrida en la sociedad sobre el drama de C.M.  es rapto, violación, muerte y enterramiento en un botado por parte de dos viciosos. En 2019 fueron condenados a 30 años de cárcel Darwin Trinidad Infante y Juan Cabral Martínez, tras confesor su autoría, pero palpita en el imaginario social el robo de menores para extraerles los órganos.

Y la niña, después de muerte tan cruel, ha sido cosificada. La volvieron a matar para sacarle provecho político, social y económico.

Algo parecido ocurre ahora con la estudiante adolescente de 16 años que la mañana del 13 de febrero fue hallada por su padre y su madre, desangrada en el baño de la casa de Vista Alegre, distrito municipal La Otra Banda, Higüey. En el ecosistema mediático ha sufrido peor muerte.

En la víspera, la joven E. R., con anuencia de sus padres, había salido a un compartir con su profesor de matemáticas y deportes, un sobrino del docente y alumnas menores, contó su padre.

Una nota colgada en el portal de la Procuraduría General de la República precisa que, cerca de las 12 de la noche, la joven llegó a la vivienda pálida y sangrando, “por lo que los padres le ayudaron y quedó en la habitación”. El profesor y su sobrino cumplen coerción de un año.

Aunque lo único concreto para fines periodísticos es que la joven murió por causas a determinar científicamente en el Instituto Nacional de Ciencias Forenses, se ha desbordado un mar de especulaciones que, implícitamente, deja el mensaje sobre una muchacha vagabunda, de muchas millas corridas. Una adolescente que halló lo que buscaba: un tipo con un falo gigante que le diera una “pela”.

Por lo visto, carecía de dignidad y, por tanto, del derecho al buen nombre.

Anclan tal percepción la publicación de manera reiterada, a cualquier hora y en programa, de una profusión de fotografías sensuales y los comentarios que ella escribía en sus redes sociales, más las referencias verbalizadas de opinantes consultados acerca de los tragos que bebió, la supuesta toma de cinco pastillas abortivas y otras tantas introducidas en su vagina, además de un supuesto objeto, así como la llegada tardía a la casa materna.

La mirada crítica a las experiencias descritas podría ayudarnos a construir historias bien contextualizadas y sin amarillismo que contribuyan a crear una conciencia crítica para prevenir la ocurrencia de hechos similares y daños a la siquis de la gente.

¿Cómo hacerlo?

Cuando se trate de casos que implique la dignidad de menores de edad, olvidarnos de las primicias o palos noticiosos y de montarnos sobre olas mediáticas. Los “fuentes de entero crédito”, el “se dijo” y “me contaron” son vulgares actos de irresponsabilidad periodística que trastornan el proceso de búsqueda de la verdad.

Usar iniciales en vez de los nombres. Nada se pierde con esta actitud.

Evitar publicar fotografías; sobre todo, si éstas se prestan al morbo y desvían la atención del hecho principal. Preferible abstenerse de publicar fotos o vídeos.

Rehuir de imágenes y discursos plañideros de parientes de la víctima y otras personas. Nunca lo hacemos con las del poder, por cuidar el prestigio de las familias involucradas. Cuando se trate de entrevistas a imputados en hechos criminales, evaluar las respuestas con suma cautela para no servir de instrumentos de reacciones falaces de figureros, interesados o, simplemente, de sujetos impresionados por la extravagancia del hecho tratado.

No sesgar los relatos con verbos y adjetivaciones que respondan a nuestras percepciones, o a lo que dice la “masa”. Ni llevarse jamás de documentos entregados por un “amigo” en los que se afecte la reputación de terceros. El abecé del periodismo de investigación manda a dudar y ponerle la lupa de la verificación para determinar la verdad.

El rumor y el chisme solo sirven al periodismo para averiguar su certeza y publicar la información, si es cierta y de interés social.

Relatar lo ocurrido sin aderezar con suposiciones, insinuaciones y opiniones irresponsables que abonan la infoxicación. Toca al periodista el ponderar si una opinión de alguien en su nota aporta algo a la construcción de una mejor sociedad, o si, en cambio, representa un aliciente del mismo problema, con lo cual él se haría cómplice de un daño imborrable como el provocado con discursos mediáticos que afectan la honra de las personas.

En casos de muerte sospechosa, la necropsia o autopsia debe ser automática para determinar la causa real. Y esta no la hace el médico legista que levanta el cadáver, sino el patólogo forense. A menudo se tienen apreciaciones sobre las razones de los decesos muy distantes de la realidad, inducidas por los coros mediáticos. Multiplicar esa bulla nos convierte en cómplices de los autores de los crímenes.

Cuando se habla de medicina forense, debemos tener presente que la necropsia es una investigación completa que va desde cortes del cuerpo, observación de órganos y análisis de laboratorio de sangre, orina y demás, hasta una mirada sistemática al contexto relacionado con el hecho. Y eso toma su tiempo. El seguimiento a los resultados concluyentes es vital.

Entretanto, la consulta a expertos en la materia puede ayudar, siempre que sean honestos. Si carecemos de información veraz y de interés colectivo, mejor callar. Nada bueno aporta el afán de competir en bulla mediática.

Un médico, con una mala práctica, puede provocar la muerte de un paciente, derrumbar a su familia y hasta afectar su entorno de amigos y vecinos. Pero un periodista o un allegado a los medios, con mentiras, amarillismo y sensacionalismo, mata a la sociedad.

No actuar en la mejor dirección nos deja sin moral para cuestionar a los demás, incluso a los delincuentes.