La Semana Santa inició con muestras de intolerancia poco acorde con los llamados de diversos sectores para que esta fuese una semana de reflexión y comedimiento.

Cada día me arropa más el sentimiento que los dominicanos formamos una multitud de islas separadas que viven, se gobiernan, celebran a su manera y actúan muchas veces con padrones imprevisibles.

Estas islas reflejan un cierto aislamiento, lo que va a la par con la idea de construir un muro destinado a separarnos de nuestro vecino. Así, seríamos una isla dentro de otra y, dentro de la nuestra, a su vez, tendríamos múltiples islitas internas.

En estas condiciones, es más difícil gobernar y hacer -repentinamente- del “homo dominicanus”, un hombre del cambio. Lo que se hace aún más complicado con un hombre que sale de la pandemia, del encierro, con la carga de la inflación al hombro y que tiene ansias renovadas de festejar y de participar de la bonanza o de las migajas que pueden caer de cada isla de poder.

No es extraño que Semana Santa sea para muchos una licencia para el gozo, para ingerir más alcohol que nunca en una suerte de exorcismo colectivo luego de la pandemia. Es de subrayar que para estas festividades “sacras” se necesitó de casi 50.000 voluntarios para operativos de prevención de todo tipo de accidentes y que el peso del turismo interno se ha hecho sentir de manera negativa en algunos lugares.

En los últimos días hábiles, antes del feriado, constatamos  cómo puede reinar un orden sui generis, lo que quedó evidenciado en el caso del vigoroso recibimiento al Defensor del Pueblo en el Canódromo, o en la decisión de autoridades de San Pedro de Macorís de prohibir el gagá o, sin ir muy lejos en el tiempo, en el descubrimiento de una cárcel en un sótano de Santo Domingo Oeste.

Todos estos sucesos que afloran hablan de la dificultad de construir una institucionalidad democrática y demuestran que no es suficiente con tener leyes y figuras amparadas por las leyes para lograr progresos.

Ejemplo de ello han sido los esfuerzos requeridos para la creación y el desarrollo de la institución del Defensor del Pueblo, que vela por el cumplimiento y la aplicación de los derechos fundamentales de la persona y vigila la legalidad de los actos de la administración pública y de las instituciones privadas que prestan servicios públicos.  Sin embargo, la existencia y el papel de esta importante figura es todavía casi desconocida hasta por los mismos funcionarios que esta institución puede fiscalizar.

Otro ejemplo es el de la cárcel de Bella Colina que funcionaba a la vista y en conocimiento de muchas autoridades, en violación de todos los derechos constitucionales de los más de 150 reclusos que sobrevivían en este lugar en condiciones infrahumanas.

Cuesta mucho avanzar en la dirección de una sociedad de derechos cuando determinadas prácticas culturales de nuestro pueblo generan rechazos y prejuicios, como es el caso de las manifestaciones afroamericanas. Lo que permite que cualquier funcionario se abrogue el derecho de prohibir el gagá enmascarando la interdicción bajo falsos alegatos de salud pública.

Hay consenso sobre la importancia de la educación y, en particular, de la educación integral y ciudadana en la institucionalización. La educación no puede estar basada solamente en un patriotismo de palabra y en un amor a símbolos patrios despojados de su esencia, sino más bien en el respeto a los derechos fundamentales, a la ley, al medio ambiente y a la diversidad que nos caracteriza.

El espectáculo del mar de desechos que dejaron los vacacionistas en lugares como Las Terrenas solo ahonda en el sentido de la importancia de una educación de calidad  y de su papel en la prevención de daños  irreversibles tanto a las personas como a las propiedades y al medio ambiente.

Además,  para luchar contra la violencia endémica debe primar la concertación, el diálogo y la tolerancia, así como la institucionalización de una cultura de paz.

La construcción de una cultura de paz requiere de un esfuerzo integral en las prácticas cotidianas, en las relaciones humanas, e implica generar espacios de aprendizaje para que los niños, niñas, adolescentes y jóvenes adquieran las competencias necesarias para convivir en una sociedad plural, donde puedan transformar positivamente las situaciones conflictivas y dotarse  de habilidades para regular sus emociones.