Muchos son los textos donde afirma que en casi todo el mundo se vive la época del consenso. Pero, es igualmente vasta la cantidad de aquellos en que se afirma que vivimos una deriva hacia diversas formas de conservadurismo, impulsada por unas fuerzas/ideas que por momentos se pensaba que estaban definitivamente sepultadas en los meandros del tiempo. El consenso constituye un ideal, una aspiración para alcanzar una herramienta que guíe las relaciones intergrupales e interpersonales en todas las esferas de la sociedad, en breve, es un ideal de convivencia democrática. Pero la deriva antidemocrática, que sofoca todo disenso, es una realidad actualmente identificable en prácticamente todas las colectividades sociales y políticas.

 

La expansión del pensamiento conservador y de derecha es indiscutible, y en su rechazo a cualquier forma de disenso poco se diferencia de algunos que dicen ser sus antípodas. En ese sentido, resulta incomprensible la actitud de muchos, colectivos e individuos, que se reclaman defensores de los valores básicos de la democracia que no toleran las posiciones divergentes. Y no sólo eso, sino que persiguen a quienes disienten de las posiciones de mayoría, excluyéndolos de todo espacio donde se toman decisiones claves, tanto en la dirección del colectivo a que pertenece y más aún si del ejercicio del poder se trata. De ahí la peligrosidad de la fuerza del pensamiento conservador que, como un fantasma recorre el mundo y sin que se avizores cómo y cuáles fuerzas le pondrán freno.

 

En caso de nuestro país, no nos hemos podido liberar del pesado lastre del trujillismo, de los elementos claves de la cultura del gusto por las actitudes autoritarias que se afianzaron y sistematizaron durante la dictadura trujillista. A pesar de los avances que hemos tenido en la lucha por la democracia, es recurrente decir que la nuestra, es una democracia sin demócratas. Subyace en ese aserto, la idea de que la cultura democrática no ha sido interiorizada por quienes dirigen las instituciones sociales en que se asienta nuestra sociedad. No se puede generalizar, en todas las instituciones, e incluyo en los gobiernos son identificables actitudes de grupos e individualidades que no han renunciado a sus convicciones democráticas, pero el peso de la cultura conservadora en el entorno en que discurre su práctica los limita o inhibe.

 

El nuestro, se dice, es un Estado Social, Democrático y de Derecho asentado en un sistema de partidos. Pero, es generalizado el lamento de gran parte de la militancia de éstos de que la mayoría, y el jefe de ésta,  imponen sin reparos sus posiciones a las minorías. Una prohibición, de hecho, del disenso. En ese sentido, la definición constitucional del Estado dominicano carece de contenido. Ese contenido está cada vez más lejos de ser real por la preeminencia que sobre Estado tienen los poderes fácticos, sobre todo el económico y el eclesial.  La preeminencia de este último es cada día más ofensivo, agresivo y avieso.

 

Por ejemplo, investido de una autoridad que nadie le ha conferido, y alegando falsos y baladíes argumentos, este último poder ha impedido nuevamente que se realice el tradicional desfile Gagá, una de las expresiones de la religiosidad dominicana en Semana Santa, excluyendo ese modo una las más viejas y potentes manifestaciones cultura/religiosa no sólo de la región Este, sino de casi todo el país. Esto, sin que las autoridades políticas digan nada. Las autoridades locales avalan el despropósito y el Ministerio de Cultura, cuya misión es salvaguardar y promover todas las expresiones culturales, institucionalizadas o no, con su silencio lo valida.

 

El Gagá, no sólo tiene amplia aceptación en sectores populares y capas medias, pregúnteselo a Juan Luis Guerra, sino que anteriores autoridades municipales crearon escuelas para formar futuras generaciones para promoverlo y conservar esa tradición a través del tiempo. Recordemos que una sólida firma licorera lo usó en sus programas publicitarios como genuina y digna expresión de la diversidad cultural de nuestro pueblo. Sólo la ilegítima e ilegal incursión de lo religioso, esfera de lo privado, en la esfera de lo público y la permisividad de las autoridades han hecho posible tal negación de derecho, por demás constitucional.  Esto es sólo un ejemplo de una de las tantas expresiones intolerancia en que discurre la llamada democracia dominicana.

 

La historia de nuestro país ha discurrido con inaceptables exclusiones en todos los ámbitos de las instituciones sociales y del poder. Quienes de la militancia política organizada y/o por nuestras ideas hemos hecho opción de vida en una perspectiva de defensa de la libertad en todos los planos, conocemos cómo actúa ese corrosivo germen de la intolerancia, la exclusión y la reclusión descarnada en todas las esferas de esta sociedad. En todas las sociedades, quien disiente suele ser percibido como un “peligro” actual o virtual. Eso no es privativo de este país, siempre ha sido así a lo largo de toda la humanidad.

 

Solo que aquí y ahora, desconocer el disenso se acentúa y generaliza cada vez más, entre otras razones, porque lo público es abacorado por lo privado. El primero no llega a ser lo inclusivo que debería ser y el segundo nunca ha respetado los derechos de las minorías. En esa circunstancia, es imposible crear un sistema democrático o cualquier práctica social o política eficiente y eficaz.