Simple, evidente, pero olvidado, como ese ramillete que alguna vez fue estallido de olores y colores y ahora se va secando y poniéndose y tal vez poniéndonos mustios sin darnos cuenta, cuando dejamos la casa.
Volver a los viejos libros es comprobar saltos seguramente al vacío. “Pasa el tiempo, viene la sabiduría”, es el dicho que me repito. De aquellos héroes de mi infancia que luego se convirtieron en amigos o conocidos, saco el nombre del poeta y ensayista Antonio Fernández Spencer (1922-1995). Con sus barbas de marinero irlandés, tal vez su manera de recordarnos algunos antepasados maternos, daba la sensación de estar perdido y esperando a alguien, alternativamente. Si había un habitué del Palacio de la Esquizofrenia donde siempre había espacio en la mesa, ese era “Spencer”.
Con el recato que daba el evitar zonas comunes, duré tiempo imaginándome una conversación con el poeta. Como andaba muy enfrascado en la lectura de Juan Sánchez Lamouth, otro autor inmenso, por ahí comenzaron las andanzas que luego se convirtieron en desvelos, pequeñas e inmensas alegrías.
En el “poeta de la aldea”, como se autodenominaba el vate de Los Mina, comencé a sentir una extraña percepción física. Atardeceres, barrios pobres, oficios artesanales cada vez más marginales, “hoteles baratos”, boxeadores, esas pinceladas poéticas me devolvían no solamente a mis mismos orígenes en Villa Francisca, sino también me revelaban el encanto y la desazón de las grandes ciudades a las que fui accediendo luego.
Un día de 1986 me le aparecí a Spencer con una antología que había hecho e impreso de Sánchez Lamouth. Ya en el sello “Ediciones de la Crisis” habían aparecido algunos textos de poetas jóvenes, y entonces le debía seguir la recuperación de aquel poeta junto a un autor sobre el que trabajábamos con igual pasión, René del Risco Bermúdez. De hecho, Lamouth y del Risco fueron los pilares para escribir mi tesis de Sociología en la Universidad Autónoma de Santo Domingo en aquel año. Mi regalo se convirtió en intercambios. Spencer me pasaba su poemario “En la aurora”, donde compilaba su obra primeriza, la que iba de 1942 a 1944. Su dedicatoria fue como un reto, un espaldarazo, el acta de tantas conversaciones sobre el valor de la poesía: “Para el poeta Miguel Mena, hermanado en la pasión por la poesía de Lamouth. 10-VIII.86″.
“En la aurora” no sólo se convirtió en la voz de un joven autor que en plenos años de la Era de Trujillo buscaba un espacio para simplemente “ser” y “estar”, al margen de los dictaminados ominosos de aquella fatídica camisa de fuerza que duró 31 años. También el poemario y su dedicatoria abrieron mundos paralelos. Spencer se duplicaba. Era el poeta, pero también el amigo, el interlocutor, quien te escuchaba y establecía contigo algo muy especial: un diálogo.
Leyéndolo en sus cuasi interminables páginas de su “Diario nonato”, en su clásica antología de poesía dominicana publicada en el Madrid de los cincuenta, en sus futuras polémicas con cuanto crítico apareciera –a Marcio Veloz Maggiolo, Diógenes Céspedes y José Alcántara Almánzar les pasó factura-, estábamos ante un autor valiente, como pocos, tal vez el único realmente crítico. Para muestra: en su obra “A cuarenta años de Nueva poesía dominicana” (2022), lanzó todo un dardo contra el Establecimiento: “Contín Aybar empantanó la crítica literaria en lo biográfico, y Manuel Rueda decidió ser el heredero de ese rumbo crítico”. p. 548.
El centenario del Spencer lo salvó Cándido Gerón, publicando ocho apretados volúmenes con parte de tu obra ensayística. Estamos ante un verdadero opus para ser leído, recuperado, puesto en el derrotero literario de esta postmodernidad tan difusa pero que está por ahí, en nuestra media ínsula. ¿O seguirá nuestro autor en el ostracismo, como un paria, como un navegante en el barco aquel del Palacio de la Esquizofrenia donde nos vimos por última vez en los 80?
Espero que no.