Como se sabe, cada vez que la pereza desplaza a la curiosidad, aparecen los atajos cognitivos, de la misma manera en que alguien “se roba un pedacito” de calle y se mete en contravía violando las reglas para acortar el camino que debería llevarlo a su destino. Esto es particularmente cierto en materia de literatura, un dominio en el que, casi siempre, las evidencias resultan engañosas.

Un ejemplo claro de esto es lo que concierne al concepto de prosa. Si las cosas fuesen tan “transparentes” como a menudo se supone, bastaría con decir que una prosa es una prosa es una prosa, como habría dicho Gertrude Stein, para luego seguir tan pancho como alguien que sobreentiende que se la comió completa, o sea, con todo y celofán.

Lo que sucede es que a muchos les resulta más fácil dejarse aconsejar por la costumbre y emplean términos que les parecen designar positivamente unos determinados seres, hechos o conceptos sin que nada justifique esa práctica aparte de su voluntad o sus opiniones. Es eso lo que sucede cuando asumimos el término prosa como si se tratara de una realidad en sí misma.

En un artículo anterior recordaba hace poco que, “a pesar de que cada uno de nosotros «habla en prosa», como lo ignoraba el gentilhombre burgués de Molière, esa prosa cambia de naturaleza desde que un autor la convierte en escritura”[1]. Se suele perder de vista, en efecto, que el término prosa no surgió para designar propiamente un “género” discursivo y, mucho menos, un “género literario”, sino, como nos lo recuerda Joan Corominas, un determinado movimiento “hacia adelante” de la lectura (del lat. prorsus, y este de proversus: que anda en línea recta) por oposición al movimiento “hacia atrás” del verso (del lat. versum)" [2].

Precisa Corominas, en efecto, que, si los antiguos poetas castellanos, y en especial Berceo y Juan Ruiz, tomaban prosa justamente por verso, no era por una extraña confusión sufrida por un vocablo culto, sino por una evolución cumplida a través del bajo latín: ”Ahí prosa valía «secuencia», «prosa o verso que se dice en ciertas misas después del gradual». «Libri rituales ecclesiastici eam orationem quæ in missa canitur, ante Evangelium, in majoribus festis vocant»[3] […] Al parecer, la secuencia se escribiría primero en prosa, y luego se admitiría también el verso, de donde vino el que prosa se empleara en el sentido de «texto religioso para ser cantado» y pasando al romance, donde tales textos eran siempre en verso, «composición poética según el género religioso ilustrado por Berceo»” (ibidem).

Es posible que este origen etimológico permita entender por qué muchas veces pasa por prosa aquello que únicamente parece serlo… No cabe duda, en efecto, de que el olvido de este sentido etimológico es la causa de la vieja tendencia a confundir la poesía con el verso y de los cada vez más frecuentes errores que se cometen en la clasificación o catalogación de los textos: ¿Son Vlía, de Freddy Gatón Arce, o Rosa de tierra, de Rafael Américo Henríquez, por ejemplo, “poemas en prosa” o “prosa poética”? O paralelamente, ¿las canciones que componen artistas como El Alfa o el Lápiz Consciente están escritas en verso o en prosa?

Evidentemente, con la democratización educativa y el acceso a la alfabetización de millones de personas en todo el mundo, no tendría sentido intentar restituir el valor etimológico del término prosa, algo que, por otra parte, sería hoy absolutamente innecesario si una parte considerable de las diatribas teórico-ideológicas contemporáneas no se  hubieran interpuesto en la vía de comprensión de aquella propuesta del grupo Tel Quel, y muy particularmente de tres de sus miembros: Jacques Derrida, Philippe Sollers y Julia Kristeva, respecto a la importancia de establecer una distinción conceptual entre los términos de literatura y escritura.

Como se sabe, la vaguedad crónica que afecta a la definición gnoseológica de la literatura es la causa de que en la actualidad resulte punto menos que imposible iniciar un diálogo acerca de cualquier aspecto de la noción de literatura sin ponerse previamente de acuerdo acerca de cuál de todos los sentidos de dicha noción será el que primará en la conversación. Con justa razón, en el ámbito de la sociología de la literatura se suele afirmar que es literatura cualquier cosa que las personas entiendan por literatura, idea que nos recuerda la inevitable carga ideológica que porta toda literatura (cf. la idea de la literatura como producto ideologizado de la escritura que funcionó en el entorno teórico del grupo Tel Quel desde principios de la década de 1970).

Hoy por hoy, por tanto, sería tal vez más conveniente olvidarse de la literatura y hablar mejor de escritura, o sea, de aquello a lo que un autor como el francés Louis Ferdinand Céline llamaba los libros escritos (así, sin cosas como “bien” o “mal” que siempre torpedean tan ñoñamente el sentido de lo que uno quiere decir) para diferenciarlos de aquellos otros a los que él consideraba “en proyecto”, “no escritos”, “natimuertos, ni hechos ni por hacer”[4]. Y sin embargo publicados, agrego yo como si hiciera falta decirlo en esta época en la que abundan incluso las personas en proyecto, no escritas, natimuertas, ni hechas ni por hacer…

Todavía hoy, en efecto, cada vez que un escritor se quiere meter en problemas, desenfunda una horrible palabreja: estilo. Sobre esta última debería pesar la misma divisa que, según una leyenda, se les inculcaba a los militares de épocas preteridas para ayudarlos a mentalizarse respecto a la responsabilidad inherente al hecho de portar un arma de fuego: “Ni me saques sin motivo ni me enfundes sin honor”. Esto así porque, el estilo no es nada si no es un arma de uso intencional, es decir, estratégico y no simplemente “voluntario”.

La vieja costumbre de explicar el estilo por la personalidad redujo al primero al nivel de una “manía” y a la segunda al plano de una deformación de tipo narcisista. Es probable, sin embargo, que ni siquiera esas personas que hoy dicen “no soportar” a los escritores franceses “tan chauvinistas” ni a sus admiradores “tan colonizados” encontrarán argumentos para negar la siguiente afirmación de Paul Valèry:

“Francia es el país donde las consideraciones de pura forma —la preocupación por la forma en sí— han dominado y persistido hasta nuestra época. Un «escritor», en Francia, es algo distinto a un hombre que escribe y publica. Un autor, incluso dotado del mayor de los talentos, e incluso si ha conocido el mayor de los éxitos, no es necesariamente un «escritor». Todo el espíritu, toda la cultura posibles no le dotan de un «estilo».

El estilo resulta de una sensibilidad especial respecto al lenguaje. No se adquiere, sino que se desarrolla”[5].

Por supuesto, Valèry concibe ese desarrollo no como el florecimiento de un “don” innato y singular, sino como el producto de una determinada socialización de la crítica en el conjunto de los ambientes (milieux) en que se desenvuelven los escritores: «[…] la corte, los salones, los cafés, las capillas, los públicos admiradores de ciertos teatros… Todas las jurisdicciones todopoderosas y focos de espíritu crítico virulento» (ibid).

Poco a poco se va viendo entonces que una correcta comprensión del estilo implica la pérdida de una forma de ingenuidad bastante común y pedestre, la cual no es otra que la creencia en que el estilo es la expresión de aquello que nos es más “natural”.  Lo contrario sería tal vez más cierto si no fuera igualmente falso: ni pura creación espontánea, ni absoluta “artificialidad”, el estilo es ese entre dos imposible de definir que casi siempre resulta más notorio en un escritor por su ausencia que por su presencia. En una palabra: el estilo es lo único que es capaz de convertir en escritura a un texto literario. Y eso, por supuesto, no es nunca el resultado de un azar. Antes al contrario, requiere de una consciencia y de una capacidad de trabajo singulares pero, como se ha dicho, colectivamente construidas. Es por esto que en cualquier siglo suelen muy pocos los textos que puedan ser considerados escritura. El resto, como decía Verlaine, no es más que literatura.

Gustave Flaubert, quien nunca se mordió la lengua para decirle a la humanidad lo que pensaba acerca de ella, fue otro de esos autores franceses  del siglo XIX a quienes la noción de estilo enfermó moralmente. En una carta fechada el 22 de abril de 1853, le escribió a Louise Colet, su amante, lo siguiente: “Todos estamos hundidos al mismo nivel en una mediocridad común. La igualdad social ha pasado a la mente. Hacemos libros para todo el mundo, arte para todo el mundo, ciencia para todo el mundo del mismo modo en que construimos ferrocarriles y calderas de calefacción pública. La humanidad tiene la fiebre de la degradación moral y la culpo porque formo parte de ella”[6].

Sin embargo, a diferencia de muchos de sus contemporáneos, Flaubert supo distinguir claramente el problema del estilo del problema de la personalidad: “La condición de honestidad es el estilo”[7]. Y esta simple frase de Flaubert le aplica una certera patada al endeble edificio psicologista que tantas confusiones había creado. No obstante, las consecuencias de semejante golpe tardarían todavía algunas décadas en manifestarse.

Así, a pesar de Rimbaud y de Mallarmé, durante el resto del siglo XIX, el estilo se continuará concibiendo en todo el Occidente como una marca puramente retórica, es decir, más como afectación que como sinceridad, más como un traje prefabricado, serial, y sobre todo, imitable que como una elaboración sui géneris, personal, disruptiva o “polemológica”, para emplear un neologismo al gusto de Michel de Certeau. Se habla así del ”estilo” de Bécquer, del “estilo de Víctor Hugo”, del “estilo de Whitman”. Peor aún, al quedar mixtificado con la moral victoriana, el estilo se convirtió en un cepo, un dispositivo de control que limitaba la libertad de los escritores.

Conviene, no obstante, concebir a la moral más como un discurso que como un sistema de valores y creencias. Muy particularmente en el caso de los escritores, esto permite comprender bajo otro ángulo muchas de esas manifestaciones emocionales de lo que comúnmente se consideran ejemplos de “doble moral”.

Así, por ejemplo, mientras, por una parte, el mismo Flaubert llegó a decirle a su amante que: “Si la literatura moderna fuera únicamente moral, se haría fuerte. / Con la moralidad desaparecerían el plagio, el pastiche, la ignorancia, las pretensiones exorbitantes”[8], por la otra, sin embargo, se muestra varias veces en sus cartas poseedor de una conciencia muy clara respecto a cuál debía ser su actitud ante la sociedad: “¡Que nadie se compadezca de mis miserias, que mejoren las de los demás! Le devuelvo a la humanidad lo que ella me da, la indiferencia. Vete a la mierda, rebaño; ¡No soy del redil! Que todos se contenten con ser honestos, es decir, cumplir con su deber y no invadir al prójimo, y entonces todas las utopías virtuosas pronto quedarán obsoletas. De hecho, el ideal de una sociedad sería aquella en la que cada individuo funcionara según su propia capacidad. En cambio, yo funciono según la mía; estoy a mano” [9].

De ese modo, mientras el literato se lo debe todo a su perpetua pose de “encarnación” de los valores éticos y morales, el escritor no hereda ni padece la moral del rebaño: se coloca espontáneamente “fuera” o “por encima” de esa moral y únicamente se refiere a ella para marcar mejor la distancia que los separa. Sin lugar a dudas, el fantasma de la individualidad creadora, verdadero antípoda de todas las concepciones “culturalistas” de lo literario contemporáneas, fue el que ha animó hasta el final del siglo XX prácticamente todas las discusiones relativas  a los conceptos de prosa y de estilo como sinónimos de ese sentido intransitivo del verbo escribir pero concebido en su propia manifestación fenoménica como acto intencional, es decir, al margen de esa clasificación de las “personas” o instancias virtuales a las que se refería Roland Barthes en un ensayo famoso[10].

Así, se puede aceptar la máxima de Buffon según la cual “el estilo es el hombre” a condición de no perder de vista el sentido que el Renacimiento y luego la Ilustración forjaron para la noción de hombre, el cual se encuentra implícito en el título del tratado de David Hume titulado On Human Understanding y explícito en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Así considerado, se entiende que en cada hombre se encuentra resumida toda la humanidad.

Es cierto, no obstante, que las cosas no han hecho más que complicarse con la escritura al ordenador, y muy particularmente la que se lleva a cabo en el terreno de las redes sociales, en las cuales cada vez resultan más verificables la desaparición del destinatario y la simplificación del código verbal en favor de la adopción colectiva de una especie de  neolengua hecha a partir de toda case de modismos más o menos intercambiables. Por superficiales que puedan parecer todavía las consecuencias de este proceso en el plano literario, no sería recomendable intentar negar su existencia imitando a los avestruces, sobre todo en aquellos países cuya entrada en la órbita de influencia del neoliberalismo quedó marcada con la más absoluta degradación del sistema educativo.

Si bien algunos indicios reveladores del sentido que tomará ese proceso en la totalidad de los campos culturales nos vienen dados por la prosa de los artistas urbanos: cantantes, dramaturgos y performers, escritores y poetas, hasta ahora viene resultando esperanzador  que muchos de los artistas y escritores involucrados en esos procesos creativos no tardan en evolucionar hacia otras áreas creativas más institucionales y reguladas a medida que van madurando.

A pesar de que seguramente no faltarán quienes digan que este es “un fenómeno completamente normal que se ha observado incontables veces en el pasado”, podría sorprender la rapidez con que algunos comentaristas e influencers se precipitaron, desde el inicio mismo del siglo XXI, a anunciar la aparición de nuevos “cánones” literarios en la República Dominicana. Dichos cánones estarían integrados, según ellos, por algunos autores pertenecientes a las últimas generaciones, o sea, los surgidos entre las décadas de 1980 y 2010. Con esta idea ponían en evidencia, tal vez sin percatarse de ello, un ansia inconfesa de notoriedad y un no menos inconfesable deseo de ser considerados los “descubridores” de nuevas tendencias.

Así ha sido al menos desde aquella famosa querella europea entre “los Antiguos y los Modernos” en el siglo XVII: los representantes de cualquier cambio de estilo han pretendido practicar un golpe de Estado a los representantes del orden simbólico anterior apelando no solamente a una renovación del “estilo” sino también y sobre todo a los mitos cósmicos de las “revoluciones”, de los “relevos generacionales”, de las “renovaciones del verbo”, etc. Cada generación se ha considerado siempre el centro del mundo y ha pretendido hacer tabla rasa del pasado según el gesto más característico del dadaísmo.

Sin embargo, por más vueltas que se le quiera dar a la idea, una cosa parece clara: la prosa no es más que la hija más necia de la prisa. En cambio, a la escritura sólo se puede acceder a través de la individuación de una carga histórica, social, psicológica, cultural y políticamente producida, y paciente y conscientemente acumulada. De ese modo, si la prosa es aquello que tiende a ser pensado bajo la forma de un género, la escritura es lo que dificulta y torpedea todas las clasificaciones, sean estas genéricas o degeneradas.

[1]   GARCÍA CARTAGENA, Manuel. Un silencio que camina, de Mateo Morrison. En: Acento,  14 de noviembre de 2024. Disponible en: https://acento.com.do/cultura/un-silencio-que-camina-de-mateo-morrison-9421495.html Acceso de noviembre de 2024.

[2]    “Prosa”, en COROMINAS, Joan & PASCUAL, José A. Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico. Tomo 4, ME-RE, Biblioteca Románica Hispánica, Editorial Gredos, S.A., Madrid, 1985, p. 663.

[3]    Literalmente: “Los libros rituales eclesiásticos la llaman la oración que se canta en la misa, antes del Evangelio, en las fiestas importantes”. Mi versión, MGC.

[4]  “¡No soy celoso, le ruego que me lo crea!  ¡Ah, qué me importa a mí eso! ¡Mejor para aquellos libros otros!… pero es que yo no puedo leerlos… Los considero en proyecto, no escritos, natimuertos, ni hechos ni por hacer, les falta la vida…  casi nada… o bien la han vivido entera en una frase, completamente horribles y negros, totalmente pesados de tinta, muertos frasíbulos, muertos retoricosos. ¡Ah, qué triste es eso! ¡Cada uno con su gusto!”  (“Je suis pas jaloux je vous prie de le croire !… Ah ! ce que je m’en fous ! Tant mieux pour les autres de livres !… Mais moi n’est-ce pas je peux pas les lire… Je les trouve en projets, pas écrits, mort-nés, ni faits ni à faire, la vie qui manque… c’est pas grand-chose… ou bien alors ils ont vécu tout à la phrase, tout hideux noirs, tout lourds à l’encre, morts phrasibules, morts rhétoreux. Ah ! que c’est triste ! Chacun son goût” (CÉLINE, Louis-Ferdinand. Texto preliminar de la novela Guignol’s band 1. Gallimard / Folio, París, 1944. Mi versión, MGC).

[5]    “La France est le pays où des considérations de pure forme — le souci de la forme en soi — ait dominé et persisté jusqu’à notre époque. Un « écrivain », en France, est autre chose qu’un homme qui écrit et publie. Un auteur, même du plus grand talent, connût-il le plus grand succès, n’est pas nécessairement un « écrivain ». Tout l’esprit, toute la culture possible, ne lui font pas un « style ». / Le style résulte d’une sensibilité spéciale à l’égard du langage. Cela ne s’acquiert pas ; mais cela se développe.” (VALÈRY, Paul. Pensée et art français. En : Œuvres de Paul Valéry, tomo II, Gallimard/La Pléïade, vol. 148, París, 1968, p. 1035. Mi versión, MGC).

[6]    Nous sommes tous enfoncés au même niveau dans une médiocrité commune. L’égalité sociale a passé dans l’esprit. On fait des livres pour tout le monde, de l’art pour tout le monde, de la science pour tout le monde, comme on construit des chemins de fer et des chauffoirs publics. L’humanité a la rage de l’abaissement moral, et je lui en veux de ce que je fais partie d’elle (Cf. FLAUBERT, Gustave. Correspondance 2e série. 1850−1854. Bibliothèque Charpentier, París, 1919, p. 324. Mi versión, MGC).

[7]    La condition d’honnêteté, c’est le style” (carta a Louise Colet del miércoles 1 de junio de 1853, ibid., p. 153). Mi versión, MGC.

[8]  “Si la littérature moderne était seulement morale, elle deviendrait forte. / Avec de la moralité disparaîtraient le plagiat, le pastiche, l’ignorance, les prétentions exorbitantes” (carta a Louise Colet del 27 de marzo de 1853, ibid., p. 68. Mi versión, MGC).

[9]   “Personne ne plaint mes misères, que celles des autres s’arrangent ! Je rends à l’humanité ce qu’elle me donne, indifférence. Va te faire foutre, troupeau ; je ne suis pas de la bergerie ! Que chacun d’ailleurs se contente d’être honnête , j’entends de faire son devoir et de ne pas empiéter sur le prochain, et alors toutes les utopies vertueuses se trouveront vite dépassées. L’idéal d’une société serait celle en effet où tout individu fonctionnerait dans sa mesure. Or je fonctionne dans la mienne ; je suis quitte” (carta martes, 12 de jullio de 1853, ibid., pp. 224-225.  Mi versión, MGC).

[10]    BARTHES, Roland. “Escribir, ¿un verbo intransitivo?”. En: El susurro del lenguaje. Ediciones Paidós Ibérica, S.A., 2da. edición, Barcelona, 1994.