El título con que se anunció esta intervención mía ante ustedes es “La prosa de Mateo Morrison: Un silencio que camina”. No obstante, considero que ganaríamos tiempo y efectividad si nos pusiéramos de acuerdo en un asunto muy importante antes de comenzar. Y ese asunto es que no existe algo que pueda llamarse “la prosa” de Mateo Morrison. Esto es así por la sencilla razón de que ni la suya ni la de ningún otro escritor constituyen hechos en sí mismos, puesto que, a pesar de que cada uno de nosotros “habla en prosa”, como lo ignoraba el gentilhombre burgués de Molière, dicha prosa cambia de naturaleza desde que un autor la convierte en escritura. A partir de ese momento, sólo es posible hablar con propiedad acerca de la prosa de un autor como el resultado de sucesivas elaboraciones intersubjetivas producto del trabajo que cada lector hace de ella.

En ese sentido, toda prosa literaria bien entendida sólo puede ser el producto de una interpretación o, como ahora se prefiere decir, una construcción, por medio de la cual dicha prosa puede adquirir y/o perder valores conceptuales o ideológicos. Y por supuesto, una construcción como esta, que debería ser la labor del crítico literario, está muy lejos de constituir mi objetivo comunicativo en esta intervención.

Prefiero quedarme, pues, con la segunda parte del título que alguien le puso a esta participación mía ante ustedes, y por eso, dedicaré algunos comentarios a la novela que Mateo Morrison publicó en 2007 bajo el título Un silencio que camina[1], no sin antes señalar que tuve el honor de presentar ese libro en el acto de su puesta en circulación en diciembre de ese mismo año. Por esa razón, esta tarde retomaré algunas de las ideas que expresé en esa ocasión y luego realizaré algunos comentarios sobre la nueva situación de lectura que nuestra sociedad ha creado para esta y todas las demás obras literarias al cabo de los 17 años transcurridos desde 2007 hasta la fecha.

Pero antes, sin embargo, quisiera revisar rápidamente dos asuntos importantes, ya que la experiencia me ha enseñado que la mejor manera de equivocarse al hablar públicamente sobre cualquier tema consiste en asumir que todo el que nos escucha posee la misma capacidad para comprender aquello que uno dice.

En primer lugar, considero mi deber decirles a quienes no han leído están novela de Morrison que no deben confundir lo que aquí les diré con una forma de “spoiler”. En efecto, hace poco escuché que alguien criticaba la manera en que un amigo presentaba un libro diciendo que estaba “contándolo todo” y que “ahora nadie va a querer leer el libro”. Es posible que esa persona ignorara que el resumen de contenido es una de las partes de la reseña. Personalmente, no me parece mal que alguien no sepa de literatura ya que creo que todos somos ignorantes en alguna materia. De hecho, creo que en nuestra época el derecho a la ignorancia se cumple mejor y más cabalmente que el derecho a la educación. Sin embargo, no hace falta ser bachiller para saber que la escritura literaria, como todas las artes, es forma con sentido, y que por eso, no vale por lo que dice sino por la manera en que lo dice. De ese modo, quienes creen que resumir la trama de una novela puede afectar de alguna manera su recepción por parte del público como cuando se cuenta por adelantado el final de una película no han entendido nunca nada acerca de Literatura y probablemente nunca lo entenderán.

En segundo lugar, conviene tener en cuenta que, desde que observan la portada del libro de Mateo Morrison, sus lectores están llamados a asumir que Un silencio que camina es una novela porque así está escrito en la portada. Sin embargo, esto no nos basta para afirmar que este libro es realmente una novela.

Para poder afirmar esto, necesitamos partir de un concepto de novela que pueda servirnos de fundamento para hablar con algo de propiedad acerca de un trabajo como el que Mateo Morrison realizó en Un silencio que camina. Digamos, pues, que una novela es un relato que puede tener una extensión variable pero una intensidad necesariamente compleja, puesto que apunta a establecer los contornos y las dimensiones de la historia de una transformación de uno o de varios personajes desde un punto de partida hasta un punto de llegada.

La primera ventaja de esta definición es que nos quita de encima el incómodo y torpe problema del límite de páginas que debe tener una novela como criterio que aporte algún valor para la determinación del género. Es usual escuchar incluso en boca de personas a quienes uno considera bien formadas, decir que las “verdaderas” novelas tienen muchas páginas. Si esto fuera cierto ni El túnel, de Ernesto Sábato, ni la Metamorfosis, de Franz Kafka, ni Aura, de Carlos Fuentes, ni El mandarín, de Eça de Queirós, ni Noches blancas, de Dostoievski, ni El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, ni El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, ni El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez, entre muchas otras obras, podrían ser consideradas novelas “verdaderas”.

La segunda ventaja de nuestra definición es que nos plantea como aspecto central de la novela el problema de su complejidad. Dicha complejidad puede manifestarse en una gran cantidad de dimensiones o ámbitos: psicológico, sociológico, existencial o filosófico, religioso, afectivo, erótico, histórico, especulativo, de iniciación, onírico o de sueños, fantástico o de imaginación, etc., cada uno de los cuales permite la determinación de un “tipo” de novela distinto. Sin embargo, lo más importante es que el entramado argumental de las acciones contadas le proporcione al lector una oportunidad de profundizar o problematizar sus relaciones con su propia instancia vital.

Y precisamente, Un silencio que camina es una novela corta que nos seduce por la manera en que la acción queda suspendida a lo largo de diecisiete capítulos, sin cansar ni desorientar nunca al lector. No en balde, Morrison elabora un relato que avanza simultáneamente sobre esas dos rutas paralelas que vienen a ser la ficción literaria y la autobiografía. A primera vista, se diría que lo novelado en Un silencio que camina se vincula a la vida de Morrison tanto como la primera persona del singular se relaciona con la voz que cuenta la historia. Tal es la conclusión a la que se podría arribar al cabo de una lectura rápida del primer párrafo de la novela:

“Momón y yo teníamos tres largos meses por delante para llevar a la práctica los planes de nuestro mundo vacacional. Como no teníamos familiares en el interior del país, nuestras vacaciones eran consumidas a orillas de la Laguna de Salazar, en el play o en cualquiera de los lugares con que nuestra imaginación construía las más hermosas quimeras en los solares que formaban el entramado que luego la civilización convertiría en Villa Catalina, integrada por Catalina Arriba y Catalina Abajo”.

Se notará, sin embargo, que ni hace falta conocer personalmente a Mateo Morrison para entrar en el plano de la ficción, ni es necesario conocer los lugares donde ocurre la acción contada para poder captar su sentido. Es falso que cada quien es libre de leer como quiera. En realidad, cada uno de nosotros lee como puede, y su lectura sólo podrá ser tan eficaz como lo haya sido su entrenamiento. Es por eso que se les suele recomendar a los lectores sin experiencia que traten de conectar aquello que leen con sus propias vivencias personales, y en ese sentido, esta novela de Morrison presenta múltiples ventajas.

En efecto, la eficacia del narrador en primera persona que inventa Morrison en Un silencio que camina es por lo menos triple. En primer lugar, desde ese primer párrafo que acabo de leerles, el narrador deja situados los referentes a partir de los cuales se elaborará la historia que se contará. Esos referentes, como se ha podido observar, pertenecen al universo arquetípico de la infancia común, y están constituidos básicamente por los recuerdos del autor relacionados con la época en que se iniciaba en los juegos, escaramuzas y múltiples descubrimientos que marcan esa etapa de transición que se inicia con la entrada en la pubertad.

En segundo lugar, al asumir la primera persona del singular para elaborar su relato, el narrador ratifica, desde este primer párrafo del texto, la existencia de un vínculo, no entre la vida de Mateo Morrison y lo que él escribe, sino entre la historia que se cuenta y lo que al lector le es dado suponer. Se trata, pues, de un vínculo puramente hipotético, el cual estará siempre determinado por el tipo de interpretación (o de “lectura”) que se haga del texto. Esto explica por qué cada lector puede leer la historia que se cuenta y darle sentido a partir de su propio imaginario personal.

En tercer lugar, el narrador sitúa con una interesante economía de recursos los demás componentes del marco narrativo, los cuales son, por una parte, los personajes principales de la historia contada, los cuales son Momón, Mario, es decir, el narrador, y la bella Teresa, si bien el nombre de esta última se menciona por primera vez un poco más adelante, o sea, en la página 9; por otra parte, las localidades donde transcurrirá la historia contada, es decir, esa “Villa Catalina, integrada por Catalina Arriba y Catalina Abajo” que se menciona en el primer párrafo, y finalmente, el tiempo de la narración, esto es, el periodo de disfrute de las vacaciones escolares de los personajes principales.

Muy escuetamente resumida, la historia que se cuenta en Un silencio que camina es la de la relación triangular que dos amigos, Mario y Momón, mantienen, cada uno por su parte, con Teresa, una jovencita perteneciente a su misma comunidad. Los dos están enamorados de ella sin saber que el otro alberga por la misma joven sentimientos parecidos, hasta ese momento del inicio de las vacaciones que se anuncia en el primer párrafo del texto. Este descubrimiento desencadena en los dos jovencitos una serie de reacciones que Morrison narra de manera impecable al cabo de los diecisiete capítulos de la novela, y que degenerará en un enfrentamiento que escandalizará al pequeño poblado rural en donde viven.

La mayor parte de la acción contada, sin embargo, se inscribe en el marco de la evocación que hace el narrador de la interminable caminata silenciosa que realizaron él y Momón en compañía de Teresa en dirección a cierto paraje de Catalina Arriba, famoso por ser lugar de encuentro de los enamorados. Está de más decir que esta caminata es lo que da origen al título de la novela Un silencio que camina.

Uno de los principales puntales del trabajo narrativo de Morrison en esta novela es el tacto con que ha manejado la historia que nos cuenta, algo que cada vez resulta más raro entre los narradores de las últimas generaciones. Dicho tacto pone en evidencia, por una parte, al poeta que hay en él, pero por la otra revela la auténtica garra de un narrador que sabe que el secreto de narrar bien consiste más en sugerir que en querer contarlo todo.

Nadie puede contar una historia de manera exhaustiva, y si pudiera hacerlo, nadie podría leerla, pues sería tan extensa que haría falta dejar de vivir para ocuparse únicamente de leerla. El mejor ejemplo de esto son las ochocientas y pico de páginas que el irlandés James Joyce dedicó a contar lo que sucede en un solo día de la vida de unos personajes llamados Leopold Bloom y Stephen Dedalus en su novela titulada Ulises, a la que muchos mencionan pero muy pocos han logrado leer hasta el final. De ahí la importancia que tiene la capacidad de síntesis en una narración, independientemente de lo extensa que esta sea. Dicho con otras palabras, el silencio, es decir, aquello que se calla, suele ser más importante en materia de escritura que aquello que se dice.

No otra cosa se desprende de la famosa teoría del iceberg, metáfora por medio de la cual Ernest Hemingway intentó resumir su concepción de la escritura narrativa. Según esa teoría de Hemingway, es posible omitir cualquier parte del relato a condición de saber muy bien lo que uno omite, y de que la parte omitida comunique con más fuerza el relato, dando así la sensación de que aún queda mucho más por decir que todo aquello que se ha dicho.

La validez de esa teoría ha sido puesta a prueba por numerosos autores, a veces de manera literal, como aquellos que optan por comenzar a contar una historia in medias res, es decir, amputándose el punto de partida, o como aquellos que terminan abruptamente su relato, o sea, economizándose la escritura del desenlace, para no decir nada acerca de aquellos escritores a quienes la generosidad los lleva a conformarse con escribir una o dos líneas de estructura narrativa que resuman toda la historia que quieren contar y luego nos ahorran el esfuerzo de leer con fatiga y aburrimiento una más o menos larga concatenación de párrafos.

La novela de Morrison ofrece numerosos ejemplos de eso que podemos llamar la elipsis narrativa, la mayoría de los cuales están en relación con el manejo de lo implícito por parte del narrador. Como se sabe, una de las funciones del narrador es la de administrar y dosificar en el relato aquello que el lector debe saber, acelerando o difiriendo de manera estratégica el suministro de información en función de sus intereses.

En Un silencio que camina, esta economía narrativa pasa por un interesante proceso de gestión del silencio por parte del narrador, sobre quien se concentra la mayor parte de las estrategias de caracterización psicológica empleadas en el texto, las cuales contribuyen a introducirnos exitosamente en la psiquis y en el mundo de afectos y sentimientos propios de un joven que alcanza la pubertad.

Un ejemplo de esto último es el conveniente manejo por parte del narrador de Un silencio que camina de uno de los mayores peligros que acechan a todo escritor de relatos, es decir, el no-saber, el carecer de información respecto a los detalles, las etapas o las características de cualquiera de los aspectos de la historia contada.

Con el propósito de introducirnos en el interregno de miedos y dudas de su narrador adolescente, Mateo Morrison busca contarnos una historia desde el punto de vista de su personaje. Esta es una estrategia ficcional que con frecuencia se emplea en los textos de la llamada prosa de autoficción, y por tanto, es distinta a la que suelen emplear los autores de “memorias”, quienes únicamente intentan convencer a sus lectores de que todo aquello de lo que hablan le sucedió realmente, es decir, pertenece a su biografía o a su “vida”. Así, en la página 11, al inicio de la caminata que debería llevar a los tres jovencitos a su cita de amor en Catalina Arriba, leemos:

“Teresa no nos explicaba nada. Tomó a cada uno del brazo sin decir palabra; tan solo reía y no parecíamos saber cuál era nuestro destino. Era seguro que habríamos de detenernos en algún lugar y que allí tendríamos que aclarar todo. Yo no podía verle los ojos a mi amigo y, aunque trataba de adivinar sus pensamientos, estaba casi seguro de que pensaba como yo”.

En este fragmento podemos ver de qué manera la duda, una vez instalada en la “mente” del narrador, se apodera del relato y se convierte en su principal mecanismo de retroalimentación. A lo largo de la caminata, o sea, durante la mayor parte de la acción contada, la lectura debe lidiar con esta ambigüedad narrativa que se mueve pendularmente entre el deseo de que suceda algo que la desactive y la expectativa de que acontezca precisamente “eso” que ni el narrador ni ningún otro personaje del texto se atreven a nombrar.

Es precisamente esta prudencia narrativa lo que constituye el verdadero saber que administra el narrador de la novela de Mateo Morrison. “El verdadero saber se parece al no-saber”, decía el filósofo chino Lao-Tsé. El saber contar, también. Lo que esto nos demuestra, sin embargo, es la superioridad de la intuición poética respecto al muchas veces lamentable culto al detalle de algunos escritores que se consideran por ello “realistas”, error este tan común como el que los lleva a centrarse más en los “hechos” y en los “datos” que en sus interpretaciones. Saber contar una historia no consiste en aplastar al lector bajo una inagotable caterva de informaciones más o menos relacionadas entre sí, sino más bien en sugerirle diferentes vías en que podría llegar a establecer esas relaciones por su propia cuenta.

No es, pues, el filósofo sino el poeta el que sabe mejor que nadie que no hay hechos, sino interpretaciones, y es precisamente por eso que hará falta esperar hasta que se disuelvan los densos nubarrones positivistas que durante más de dos siglos han obligado a los pensadores a confundir el saber con el pensar para que se haga posible comprender a cabalidad el enorme aporte cognitivo que la mejor poesía de todos los tiempos ha puesto al alcance de una Humanidad usualmente indiferente.

En Un silencio que camina, Mateo Morrison aborda un tipo de novela poco frecuente en la bibliografía dominicana: la novela de iniciación, o iniciática, es decir, aquella en la que se narra una historia relacionada con el cambio interno de un personaje, acompañando al lector a descubrir cuáles son las transformaciones emocionales que atañen a su alma, y que lo hacen evolucionar de un estado a otro. Esta novela breve es el relato de la manera en que el personaje central hace su entrada en la vida adulta. En esta transición, el triángulo amoroso de los dos jóvenes con Teresa constituye un suceso que marcará un punto sin retorno para ambos.

Paso ahora, como lo prometí, a comentar la impresión que me ha producido releer esta novela de Mateo Morrison diecisiete años después de mi primera acercamiento a la misma. Como se sabe, así como hay un contexto de escritura, hay un contexto de lectura que podría llegar a determinar no sólo el sentido de lo leído, sino también y sobre todo, el valor de aquello que se lee.

Y para esto último, particularmente, conviene tener en cuenta que, en 2007, año en que apareció la primera edición de esta novela de Mateo Morrison, nuestro sistema educativo todavía contaba con un modelo curricular más o menos coherente en el que los contenidos de Lengua y Literatura aparecían relacionados por una propuesta de desarrollo transversal que, si bien no estaba organizada por competencias, contribuía a que tanto maestros como profesores participaran juntos en la construcción cognitiva de los mismos, propiciando además la integración efectiva de todas las áreas de la enseñanza. Lanzado en 1995, se suponía que aquel modelo curricular sacaría a la educación dominicana del estancamiento en el que se hallaba y la prepararía para los nuevos tiempos que se avecinaban.

Lamentablemente, lo que vino después fue la desaparición de la Literatura y la minimización progresiva de los contenidos de Lengua en la propuesta curricular por competencias que comenzó a plantearse entre 2010 y 2016, en el que los contenidos de Literatura quedaron  reducidos a la exploración de las virtualidades de unos cuantos tipos textuales producto de la mala comprensión de una concepción no esencialista de la Literatura. Bien pensada, esta última no implica de ninguna manera la desvinculación de la Literatura respecto a los vínculos sensibles que sostiene con la serie de valores espirituales, psicológicos, socioculturales y antropológicos que la convierten en uno de los canales privilegiados de la consolidación y perpetuación de todo modelo de nación. Sin embargo, lo que se desprende del reduccionismo que campea en nuestro modelo curricular es precisamente lo contrario.

Por vía de consecuencia, al quedar finalmente validado y confirmado este reduccionismo en la propuesta curricular de 2023, los escritores dominicanos hemos perdido el último clavo ardiente del que podíamos agarrarnos en nuestra caída hacia el abismo luego de que la entrada de nuestro país en la órbita del neoliberalismo nos obligara a tratar nuestras propias obras como simples “productos” del mercado. Nuestra sociedad ha aprendido a considerar “normal” que nuestros jóvenes ignoren hasta el nombre de nuestros principales escritores y el título de nuestras obras literarias más señeras, y a contemplar con pena el triste espectáculo de unos autores que, como náufragos luego del desastre, compiten entre sí para alcanzar la tabla salvadora de un premio, un reconocimiento, un puesto en el Estado o cualquier otra cosa que les proporcione la ilusión de que han logrado alcanzar algún tipo de “trascendencia”, como si quisieran olvidarse de que todas las maneras de hacer esto posible pasan necesariamente por el retorno de la Literatura a la escuela.

En conclusión, diecisiete años después de la publicación de esta novela de Morrison, el sistema educativo dominicano impone la más rotunda devaluación del trabajo de nuestros escritores. ¿Es este un signo de los tiempos posmodernos? Es posible, pero, por mi parte, prefiero considerar esta situación como la más perfecta fábrica de silencios que caminan jamás imaginada. Que nadie alegue luego que no se le advirtió.

Dicho esto, y para finalizar, quisiera disculparme por haber abusado de su paciencia con estas palabras que, consideradas en su conjunto o tomadas por separado, sólo aspiran a rendirle homenaje a Mateo Morrison, destacado poeta, activista y figura señera de la prensa cultural dominicana en la época en que, junto con mi grupo generacional, me inicié en las actividades propias de la vida literaria dominicana.

[1]  Morrison, Mateo. Un silencio que camina. Editora Universitaria – UASD, Santo Domingo, 2007.