En el año de 1961 la República Dominicana inició un nuevo rumbo en su organización política y social. Más de 30 años de una férrea dictadura vio su fin. El tirano que la encabezaba fue ultimado y con ello, nuevas esperanzas de libertad, justicia y bienestar se enarbolaban hacia a futuro.

Hoy nos encontramos en el año 2024, sesenta y tres años más tarde. Varias generaciones han nacido en el interín. Los que llegamos a vivir esos años o parte de ellos, hoy somos una minoría relativa. Según las proyecciones de la Oficina Nacional de Estadística seríamos alrededor del 9.7% del total de la población dominicana.

Esos más de 900 mil dominicanos conservamos en la memoria situaciones de aquellos años entonces. Hay quienes dicen: “vivíamos más seguros, a tal punto, que la puerta que daba a la calle no tenía seguro”. Aunque fuera cierto, para otros se constituyó en un estado de terror e inseguridad. Como familia, vivimos situaciones difíciles hacia finales de los 50.

Antes del 1966 al instalarse los conocidos 12 años de Balaguer la vida social y política era una especie de caos. Las movilizaciones políticas de gran parte de la población se sucedían con frecuencia. Golpes de estado se sucedieron varias veces. Fue la manera como algunos quisieron, e incluso, llegaron al poder.

Como consecuencia del golpe de estado a Juan Bosch, primer gobierno electo democráticamente luego de la desaparición de la tiranía trujillista, la guerra de abril del 1965 nos enfrentó como dominicanos y hasta una nueva invasión de EE. UU. sufrimos, esta vez con el apoyo de la Organización de Estados Americanos, que se prestó para justificarla.

Sesenta y tres años no han sido suficientes para consolidar la democracia que quisimos darnos. No se puede negar que se viven aires distintos, pues desde hace varias décadas acudimos a procesos electorales cada cuatro años para delegar en otros nuestro poder como ciudadanos. Pero eso es solo una dimensión de esta.

Otras muchas aspiraciones y derechos aún siguen pendientes. Los esfuerzos realizados durante mucho tiempo no han erradicado el analfabetismo. Aún está pendiente un sistema nacional de salud que proporcione a todos una atención médica de calidad. Aún el sistema de atención primaria de calidad sigue siendo un sueño, casi irrealizable.

La inseguridad ciudadana es un tema de todos los días que se complejiza con el caos y el desorden reinantes en las calles dominicanas. Salir a la calle por las razones que fueren nos enfrenta a riesgos de todo tipo. Un enjambre cada vez mayor de motoristas y taxistas nos generan tensiones y situaciones de alto riesgo para la salud y la vida.

Muy a pesar de los miles de millones destinados al sector educativo básico, aún contar con una educación de calidad que permita el desarrollo integral de todos nuestros niños, niñas y adolescentes o, por lo menos, que aprendan a leer comprensivamente, es una quimera que nueva vez se nos enarbola como bandera con el Plan Decenal de Educación 2024-2034.

En lugar de un empleo digno como consecuencia del desarrollo económico y social, unido a la inversión privada, se tiene que acudir a planes de gobierno para entregar a la población más pobre recursos económicos que no permiten completar la satisfacción de sus necesidades básicas de sobrevivencia.

Como consecuencia de estos y otros temas, la violencia en sus múltiples manifestaciones se hace sentir todos los días en las redes y medios de comunicación, enlutando familias y dejando huérfanos a niños y niñas que se inician en la vida con la trágica muerte de su madre, principalmente, como también de su padre, ocasionalmente.

Mientras otros miles de millones de pesos se lanzan cual “garata con puños” para justificar, promover y financiar procesos políticos que, cada vez, nada nuevo traen como soluciones reales a esos grandes problemas que como dominicanos vivimos en el día a día y que no avizoran soluciones reales en el horizonte cercano.

El mundo avanza deprisa trayéndonos nuevas situaciones y retos de una gran complejidad, pues tienen incluso que ver con la sobrevivencia, incluso, como especie. Miles de años de desarrollo del pensamiento y conocimiento no parecen siquiera darnos la posibilidad de anteponer el respeto a la vida en todas sus manifestaciones, como principio fundamental.

“Somos un pueblo que canta”, cierto, así dice el estribillo. Pero también somos un pueblo que se enardece y que mal haríamos no contar con ello, pues la emociones podrían ser muy útiles a condición del desarrollo de estructuras mentales guiadas por la razón y el bienestar de todos.

Termino, por el momento, con dos ideas planteadas por Michael J. Sandel en el capítulo 1 de su libro El descontento democrático. En busca de una filosofía pública, acerca de su análisis sobre el descontento democrático en los EE. UU. y que muy bien vienen al caso y no deberíamos pasar por alto, a pesar de las diferencias de contextos:

“Una es el miedo a que, individual y colectivamente, estemos perdiendo el control sobre las fuerzas que gobiernan nuestras vidas. La otra es esa sensación de que el tejido moral de la comunidad -familiar, local y nacional- se está descosiendo a nuestro alrededor. Sumados, estos dos temores, son definitorios de la ansiedad de nuestra época, una ansiedad a la que no se da respuesta desde la agenda política actual”.

¿Adónde iremos a parar? ¿Hacia qué puerto nos está llevando esta cultura política “centrada en lo mío” e incapaz de escuchar razones, no importa de dónde vengan?