Las fiestas navideñas es ese momento embrujador en el que se producen los más variados sentimientos en de millones de seres humanos. Al margen de tiempo y espacio congregan, unen y profundizan los sentimientos de pertenencia a la familia y/o al grupo, el sentido de pertenencia, de identidad, de solidaridad. La magia de estos días festivos permite una suerte de solución práctica al discurso de los valores de la igualdad en la diversidad o de la igualdad de lo que aparentemente es diverso. Es posible esto se deba que en estos días vivimos los momentos de intensa nostalgia y de melancolía, que son aquellos en que nos encontramos en una profunda introspección o diálogo con uno mismo.

Por la diversidad y mezcolanza de creencias, costumbres o mitos de remotas e ignoradas procedencias y tiempos que se manifiestan en toda fiesta y más aún en estas, más que religiosa, estas son una suerte de fiesta de la espiritualidad en el mejor sentido. Pienso que el hecho de que estos momentos producen alegría colectiva y por eso contagiosa, son dado a producir dos estados de ánimos cuya línea divisoria a veces se torna irreal: la nostalgia y la melancolía. La nostalgia del placer vivido en tiempo pasado y la melancolía o tristeza de la certidumbre de que se vive otro tiempo y la incertidumbre sobre el futuro. Sin embargo, hay quienes dicen que la melancolía es una forma alegre de estar triste.

A ese propósito dice Giacomo Leopardi, “hay una melancolía árida y dolorosa, pero hay una melancolía dulce y luminosa”, Los recuerdos de viejas experiencias, los encuentros que marcan un antes y un después en las relaciones interpersonales o grupales y las relaciones de amor o de amistad iniciadas bajo el hechizo de ese tiempo constituyen la base de la melancolía y la nostalgia que, como sentimientos catalizan el espíritu o estado de ánimo que prevalece en estos tiempos.  Hoy, el desarrollo tecnológico modifica la noción tiempo-espacio a través de la virtualización, permite construir/reconstruir momentos del pasado y potenciar el poder de la nostalgia y la melancolía junto a otros elementos que se mezclan y hacen únicas e irrepetibles estas fiestas.

Es un tiempo que refuerza la pasión por las cosas en que se cree y se quiere; de bailes y ruidos que constituyen elementos embriagantes del momento, pero también ocasión para el silencio, esa sonda infalible que nos lleva hasta lo más profundo de nosotros. El silencio nos lleva a la más profunda y serena certidumbre de quienes somos o queremos ser. Siempre me preguntado por qué desde mi infancia tarareo casi diariamente, la canción brasileña “O Cangaceiro” (la banda), del brasileño Virgulino Ferreira da Silva que, entre otros, canta la dulce e irreductible Joan Báez. Igualmente, también tarareo la canción romántica “Un Rio Amargo”, del famoso compositor griego Mikis Theodoraski, cantada por la italiana Iva Zanicchi y que escuché en Roma en mis años de estudiante.

Eso me lleva al tema de la identidad. Esta se construye a fuerza de experiencias, es la mochila en que uno lleva intangible e intangiblemente las piezas que arman ese rompecabeza que es uno, que cobran vida en muchos momentos pero de manera especial en las fiestas navideñas cuando nos comunicamos, nos encontramos o nos reunimos en tiempo real (virtual) con los seres queridos o cercanos. Por eso, como fiestas, contienen y trascienden lo religioso, de ahí su magia, su capacidad de hacer coincidir en un mismo momento en una misma mesa, en un mismo lugar a todos los del clan y a otros que por amistad, familiaridad o afinidad en cierta medida también son parte del clan.  Es Esa la magia de ese espíritu que cada año crea la bellísima unidad de la diversidad. Una expresión de lo que es la humanidad.

Por eso amo estas fiestas, me unen a cercanos y lejanos que han contribuido a ser el que soy. Los paréntesis de silencio, nostalgia y melancolía en este embrujante periodo de fin año invitan a que seamos mejores y nos dicen que lo podemos ser no sólo como individuos, sino también como colectividad.