Desde mi observatorio de la Ciudad Primada de América me dirijo, en mi decimotercera crónica, a todos mis improbables lectores con el interés de reflexionar sobre la evolución de los formatos escritos (extendidos y cotidianos) usados en la comunicación humana.
En pocas décadas se ha experimentado una rápida evolución que nos ha llevado desde las cartas manuscritas a la mensajería instantánea y al “reinado” de WhatsApp.
Aunque pudiera parecer que el análisis de los cambios en los modos de comunicarnos puede ser algo secundario es importante para entender el cambio del ser humano en sus relaciones interpersonales, en la percepción de la realidad, de las distancias espaciales y del tiempo.
Si alguien, hace unos cuarenta años, quería comunicarse con una persona querida de manera escrita debía recurrir a las cartas. Las cartas manuscritas o mecanografiadas suponían un modo excelente para mantener comunicación con cualquier persona, a través del intercambio de correspondencia.
Además de ser un proceso que requería de tiempo, la atención a la elección del tipo del papel, del tipo de estilográfica, lapicero o bolígrafo apropiado y la redacción de lo que se quería transmitir (con cuidado de no confundirse para no tener que realizar un tachón que obligase a repetir la carta o tener que dejar una mancha antiestética para borrar el error).
En segundo lugar, uno debía meter la carta en el sobre, comprar y pegar el sello del importe adecuado y enviarla a través del sistema del correo postal para que llegase a la casa del destinatario (proceso que podía durar desde una semana a varios meses) en función de la región o el país de destino.
Una vez que el destinatario recibía la carta se debía realizar el mismo proceso de retorno, por lo que la comunicación fluida suponía una dedicación y un tiempo a tener en consideración. Podría afirmarse, para tener una referencia, que la comunicación escrita mensual era una referencia promedio mediante las cartas.
Ahora, podemos ver como todo cambió con la invención de Internet y la popularización del correo electrónico, pasando por la mensajería instantánea para llegar a las aplicaciones tan actuales como WhatsApp donde el tiempo de la comunicación escrita se mide por segundos.
Ahora nos impacientamos si la persona a la que le escribimos tarda más de cinco minutos en respondernos y (en función de la confianza que tengamos con ella) podemos hasta enojarnos si no nos explica el motivo por el que tardó lo que consideramos “mucho tiempo” en responder. Hasta discusiones entre amistades y familiares se han producido por mal entendidos por la comunicación instantánea y la percepción distorsionada del tiempo de respuesta, el momento de conexión en la aplicación y cualquier otra cosa nimia.
Vean ustedes cómo ha cambiado el género humano. Pasamos de ser pacientes a tener una impaciencia total por la costumbre de la comunicación inmediata. Pasamos de valorar la dedicación con la que un ser apreciado preparaba una carta y los detalles de la caligrafía (e incluso de la colonia impregnada en la misma, en el caso de los enamorados) a que todo esto nos traiga sin cuidado y no valorar (ni siquiera) la correcta redacción de los textos pues hasta hemos ahorrado tiempo abreviando las palabras al quitarle letras.
Los más jóvenes, nacidos después del año 2000, leerán mis palabras sorprendidos y lo que les cuento de las cartas les parecerá cosa de otra época muy pasada. Paralelamente, para la gente de más de treinta años (entre la que me encuentro) lo que les cuento le sacará una sonrisa y hasta se sentirán identificados.
Si nos centramos en el formato de la comunicación, sin entrar en el contenido de la misma, al desaparecer las cartas ha desaparecido un tesoro de nuestra memoria personal y familiar. Las cartas se guardaban en cajas o cajones y después de décadas uno podía recordar y revivir vivencias del pasado, antiguos amores, antiguas amistades o comunicaciones con sus padres o familiares que murieron.
Por otro lado, peligra la documentación, el registro y el testimonio físico de nuestro devenir vital. Alguien podrá decirme que los correos electrónicos y hasta los mensajes que nos enviamos digitalmente perviven almacenados en servidores y en copias de seguridad que nuestros sistemas informáticos hacen de forma automática o programada. Aunque esa afirmación es cierta, a priori, la realidad es que es tanta la información que generamos en la era de la virtualidad y a su vez está tan dispersa que es posible que perdamos el acceso a dicha información, no recordemos donde está o que algún error informático pueda borrarla en algún momento. Salvo que tengamos impresos los correos o comunicaciones de más valor y los guardemos de forma ordenada es probable que en pocos años no sepamos donde tenemos o perdamos el acceso a esa información intercambiada diariamente con nuestros seres queridos.
En mi opinión, hemos pasado de tener una comunicación más limitada, sólida y perenne a una comunicación instantánea ilimitada pero muy frágil. Como una brisa, no pervive y se pierde al instante en los anaqueles de la virtualidad y de una memoria personal que (de manera sorprendente) cada año que pasa es más limitada y de corto plazo.
Un año antes parecía poco tiempo y ahora un mes parece una década, a nivel de nuestra experiencia vital, de tan rápido que vivimos.
No estoy ni a favor ni en contra de un formato u otro, lo único que quiero es dar testimonio de los cambios que ha sufrido la comunicación humana y evidenciar que se pierden formas y costumbres extendidas que dan la bienvenida a otras nuevas que (a buen seguro) cambiarán en pocos años. No olvidemos, que lo único constante en la vida es el cambio.