En diciembre de 2010 en un pueblo de Túnez un vendedor ambulante de frutas se prendió fuego frente al edificio del ayuntamiento en protesta por los impuestos que agravaban su miserable vida. En principio parecía un hecho aislado. Pero pronto la inmolación del frutero iba a desencadenar un mar de manifestaciones en Túnez y en otros países de la región. A causa de esas manifestaciones el presidente tunecino Ben Ali huyó a Arabia Saudita. Aquellos acontecimientos se conocieron en el nombre de “Primavera Árabe”.
Egipto fue uno de los varios países impactados por los acontecimientos de Túnez. Apenas días después millares de egipcios se lanzaron a la Plaza Tahrir a pedir la renuncia del presidente Hosni Mubarak que había llegado al poder en 1981 tras el asesinato del presidente Anwar el Sadat.
Al momento de ocurrir esos acontecimientos nada perturbaba a Mubarak. Se creía invencible. Pero su amigo, el presidente Barak Obama, veía las cosas diferentes. Éste entendía que debía considerarse la opción de la renuncia de Mubarak para frenar las manifestaciones.
Egipto y Estados Unidos eran socios y aliados. Pero los intereses del imperio ahora dictaban que el aliado Mubarak debía marcharse. Y en eso los gringos no juegan. Son amigos y aliados hasta que no se afecten sus intereses. Algo similar ocurrió en República Dominicana cuando a principios de la década de los sesenta entendieron llegada la hora de salir de Rafael Leónidas Trujillo, que había sido un excelente aliado en la lucha contra el comunismo. No lo dudaron dos veces para apoyar el complot contra el tirano dominicano.
II
Mientras a Obama le preocupaba la situación de Egipto, Mubarak parecía ajeno a las multitudinarias manifestaciones. Es una conducta frecuente de los dictadores que siempre creen que con el apoyo militar y la represión pueden aplacar cualquier intento de derrocarlos. Por eso, cuando días después Obama le llamó para manifestarle su preocupación, Mubarak le dijo que no había de qué preocuparse y que pronto esas protestas se apagarían. En sus memorias, dice Obama, que terminó diciéndole: “Egipto no es Túnez”.
Los gobernantes sufren de ese mal. Solo ven y escuchan lo que quieren ver y escuchar. Las manifestaciones siguieron con más fuerza. Al final, en un intento de acallar las protestas, Mubarak se dirigió a la nación prometiendo que no se presentaría de nuevo a las elecciones pero que dejaría en la presidencia a su vicepresidente para preparar las elecciones. Era una manera de ganar tiempo. El pueblo no le creyó nada y siguió protestando. De igual manera en Estados Unidos primó la idea de que se trataba de una maniobra, no de una real intención. Por eso días después Obama volvió y lo llamó y le ofreció una salida negociada. Una retirada ordenada, o como diría el propio Obama “una salida elegante”. Pero Mubarak no entendía nada. Maniobraba y decía cosas, pero en el fondo de su alma quería seguir siendo presidente de Egipto.
Obama llamó por tercera vez a Mubarak, y ésta vez le habló como el jefe de un imperio. En la página 782 de sus memorias Obama afirma haberle dicho que "Había llegado el momento de que dimitiera y utilizara su prestigio para contribuir a la llegada de un nuevo gobierno egipcio”.
Frente a la decisión enérgica de Obama, Mubarak reaccionó con desagrado y en un tono elevado dijo: “Usted no entiende la cultura del pueblo egipcio”. Obama, sigue narrando: “Reconocí que no sabía tanto como él sobre la cultura egipcia y que llevaba mucho más tiempo que yo en la política. Pero hay momentos de la historia en los que, porque las cosas hayan sido iguales en el pasado, no tienen por qué serlo en el futuro. Usted ha servido bien a su país durante más de treinta años. Quiero asegurarme de que aprovecha este momento histórico de un modo que deje un gran legado para usted”.
Al otro día de esa conversación Estados Unidos emitió un comunicado categórico que no dejaba dudas de su postura: "Hosni Mubarak debía dimitir ya". Y para no hacer el cuento muy largo diré que ese comunicado vio la luz la primera semana de febrero de 2011, y el 11 de ese mes el dictador renunció del cargo. Pero no solo renunció, sino que pronto fue apresado, sometido a un juicio penal y sentenciado a cadena perpetua.
La condena fue interrumpida porque años después cambiaron las cosas y fue absuelto. Pero es un hecho que la ambición desmedida por el poder llevó a ese veterano y astuto hombre de la política del Medio Oriente a no saber calibrar correctamente el momento, nacional e internacional, y en consecuencia a actuar erráticamente al no saber organizar su retirada de forma elegante, ordenada y honorable cuando su aliado Barak Obama le ofreció todas las posibilidades de hacerlo.
III
Cuando Bashar el Asad llegó al poder en el 2001 era un imberbe, educado en Occidente y sin ninguna experiencia de Estado. Pero el ejercicio del poder, y más si es prolongado como fue el suyo, enseña. Y sin duda, él aprendió, y mucho. En el Medio Oriente, sostenerse en el poder siempre es una difícil tarea. Hay que vencer muchos obstáculos. Los intereses de las potencias siempre están presentes y los gobernantes tienen que aprender a navegar en medio de ellos.
Bashar Al Asad tuvo que aliarse con Irán, Hezbolá y Rusia, para sobrevivir a "la Primavera Árabe". Con ese apoyo la represión fue brutal. Decenas de miles de sirios fueron apresados y asesinados y millones huyeron de Siria. Pero es imposible sostenerse indefinidamente en el poder en base al terror. Bashar Al Asad, así como tenía buenos aliados, tenía también enemigos muy fuertes, como Turquía, Estados Unidos e Israel.
Cuando empezó la última ofensiva militar en su contra, apoyada por Turquía y Estados Unidos, se pensó que, como en otras ocasiones, él sortearía la crisis y seguiría en el poder. Pero él que había aprendido mucho en el poder supo inmediatamente que esa ofensiva no era como las anteriores, porque se producía en un contexto diferente. En esta ocasión ni Rusia, ni Irán ni Hezbolá podían ayudarle como antes. Otra cosa importante: ahora Turquía estaba decididamente en su contra e Israel actuaba con toda la impunidad del mundo.
El hombre intuyó que su situación era insostenible. Y a diferencia de Mubarak que se resistió a irse, éste entendió que resistir era inútil y que debía marcharse. Y se marchó. No quería para él, y para su familia, un final trágico parecido al de Saddam Hussein, que fue capturado y ahorcado, ni como el de Muammar el Kadhafi, que fue asesinado atrozmente mientras huía, ni como el de Hosni Mubarak que fue apresado por su ejército, juzgado y condenado a cadena perpetua, aunque después la condena fue conmutada. Este prefirió preparar su salida de una manera garantizada. Sin pensarlo mucho se mandó para una base militar rusa y voló en un avión ruso a Moscú, donde ahora vive con sus millones. Todo fue analizado y pactado con los rusos, y con los mismos rebeldes que ahora ocupan el poder. Con esa decisión, calificada por unos como cobarde, y por otros como inteligente, Al Asad evitó ser apresado y ahorcado en una plaza pública de la gran Damasco, como él y su padre, Hafez Al Asad, hicieron a muchos sirios. Y le evitó también un destino trágico a su esposa y a sus cuatro hijos.