A veces títulos y autores te caen a chorros. Te aprisionan por un instante. Te dejan caer cálidos barrotes porque tal vez no sepas que podrías ser un insecto o una mariposa. Que si los obligatorios premios, que si los aniversarios, que si fulanito casi te exige un comentario, que si mencionas obras como si se tratara de espadas. Hay portadas que te prometen tu primer millón, pomadas contra el cáncer, tierras de promisión ante divorcios, mudanzas, los hijos poniéndose viejos o los nietos que ya no se pueden cargar porque pesan tantos o manuales para lograr la temperatura perfecta del vino blanco en el calor de Juan Dolio.

A veces tienes que despejarte de tanta bruma cuando un libro te debería conducir a un par de horas de sosiego, de traslados espirituales, de paz. Sucede que para llegar al fondo, bien al fondo de las grandes cosas, tienes que renunciar a esos ropajes que tanto ahogan: el de los críticos lanzándote salvavidas, al de segundones sacándole brillo a las camisitas que se pondrán por dentro y el saco que aunque ya un chin raído, todavía funciona para no salir tan mal en la foto.

Nunca me han gustado los consejos sobre qué leer. Ni me complace el recibir la soga que me salvaría de la nada, ni mucho menos me gusta ver mi índice conduciéndote por tus caminos a Damasco. Cada quien llega a los libros que se merece. A veces puedes ofrecer una clase o un taller, sacando del sombrero algún nombre o referencia, sustentando alguna teoría, como haría el mago viendo a ver si el conejo sale y no le daña la presentación.

A pesar de estas actitudes cuasi monacales, no dejamos de taparnos la cara para que tantos soles y genios no nos enceguezcan. Hay instantes en que los estantes milagrean y ya tendrás nuevas líneas. Siempre pasa. Y es bueno. Es necesario. Más que saludable. Siempre alegran nuevos colores, matices, enfoques.

Al final, sin embargo, anclaremos los viejos barcos donde siempre.
Si hay que lidiar con las ausencias, nada ni nadie como César Vallejo. Desde que me cayó en las manos aquella edición de Casa de las Américas con sus poemas en 1980, "Trilce", sus "Poemas humanos", han sido aguas para el consuelo. Ahí me veo yo con todas mis tristezas y vacíos.

Si hay que enfrentar el tumulto de un afuera que me quiere derribar las puertas y ventanas del adentro, León Felipe, solo o en la voz de Paco Ibáñez o Serrat.

Si hay que salir y entrar y quedarse en un punto que nadie sabrá, Walt Whitman y Allen Ginsberg serán como el Ying y el Yang.
Para la "poesía completa" en el bolsillo, T. S. Eliot, sus "Tierras baldías" y hasta su "Old Possum’s Book of Practical Cats".
Podría seguir cartografiando sentimientos, sacando cachivaches que seguramente a pocos interesarán, pero por ahora me quedo con estos tan pocos y tan intensos nombres.

En momentos de tantos libros y autores y problemas y problemáticas y quizás solucionáticas, será momento de volver a casa. Llegarás al sofá o a la mecedora. Te pondrás algún audífono, porque con seguridad la jauría tratará nuevamente de entretenerte con otros avatares. Pero sabrás que sí hay palabras que salvan, que envuelven, que te devuelven a ese estado de sosiego y ligeras alegrías, tampoco hay que estar festinándolas. También las palabras se oxidan, más ahora cuando este inflación de las redes nos lleva a las miles de palabras por segundo.

Ante el goteo incesante de oraciones y párrafos como mandarrias, ¡la poesía tranquila!