Ya llevo dos cuatrimestres desde que regresé a la universidad a estudiar otra carrera, con el deseo de seguir creciendo cultivando el aprendizaje, pero ahora con la actitud realista y responsable que dan los años, como si uno quisiera aprovechar todo el tiempo que siente que ha perdido.

Estudiar bajo un método andragógico como el de la Universidad de la Tercera Edad (UTE) ha sido una experiencia altamente enriquecedora y muy distinta al método tradicional en el que la figura del maestro se situaba en una cumbre y el bachiller, deben admitirlo, se siente en una carrera de obstáculos contra reloj atrás de un título del que no se tiene muchas veces ni siquiera la certeza de que servirá de algo. Aquí es distinto, empezando por hecho de que los maestros son facilitadores, y que uno adulto y corto de tiempo por las responsabilidades y compromisos de la vida más adulta, casi siempre cabeza de familia y trabajador, siente que el sistema te ofrece todas las facilidades para que estudies y te formes.

Tanto así, que me matriculé con documentos pendientes y el compromiso de entregarlos antes de finalizar el cuatrimestre. Yo, bajo el entusiasmo y la ilusión de estudiar, cometí el error de confiar en el sistema y me metí en apuros por un solo documento. Uno solo.

Entre los papeles de rigor que exige la universidad, se cuenta el récord de notas de bachiller que debe emitir la escuela en la que estudié y justamente ese documento es el que me tiene el actual cuatrimestre en un hilito y a mí me mantiene en ascuas.

Resulta que para emitir el récord de notas se necesita el certificado de octavo curso y ese no aparece en el Ministerio de Educación, es casi como si yo no hubiese cursado el nivel y habría llegado al bachillerato por arte de magia. Un verdadero misterio.

Cuando apretó la situación, presa del temor de poner en pausa lo que tanto trabajo me ha costado empezar, la universidad me ha permitido una prórroga extraordinaria para gestionar mi documento. Y aunque sigo asistiendo a mis clases con la esperanza de que el certificado aparezca y seguir con mi cuatrimestre, no les voy a negar que tengo el pecho apretado del susto. Un susto que voy a sacudirme cuando finalmente cumpla y entregue ese papel.

El relato largo es el contexto para reflexionar en lo difícil que muchas veces se la ponen al que quiere hacer las cosas bien. Estoy consciente de que se trata de un asunto netamente burocrático y necesario para cumplir con los requisitos, pero también me ha puesto a pensar en la cantidad de adultos mucho mayores que yo que quizás tienen el ímpetu y el deseo de volver a las aulas y el mismo sistema les pone un freno a esas ganas.

Imaginen por un minuto la odisea que debe ser conseguir el certificado de octavo curso de alguien por encima de los 60 años que estudió en alguna escuela de un campo remoto de cualquier región del país. Pasa como dice el refrán, que la falta de voluntad quita las ganas de rezar.

He preferido asumir esta ligera complicación como nuevo obstáculo en la carrera por seguir estudiando y formándome en el intento de ser mejor ciudadana para la sociedad, mejor hija para mis padres, mejor madre para mis hijos y mejor yo para mi misma.

Pero más que en mí, pienso en aquellos a quienes las exigencias del propio sistema se la pone difícil y pierden la fe. En ese sentido espero de todo corazón dos cosas. Primero, en algún momento poder ver un sistema educativo aún mucho más inclusivo cuyo sentido sea la educación para todos, sin distinción y sin trabas. Y segundo, que ese certificado aparezca para poder continuar con estos nuevos estudios que tanta ilusión y satisfacción me han regalado.

Sirvan estas líneas también para expresar mi gratitud a la UTE por la comprensión y el deseo genuino de que uno no desista en el intento bonito de estudiar.