Es común encontrar signos religiosos en nuestros símbolos patrios. El Escudo Nacional, por ejemplo, lleva “en el centro la Biblia abierta en el Evangelio de San Juan (…) y encima una cruz” (art. 32 de la Constitución). De igual forma, en la cinta azul que encabeza el escudo se lee “Dios, Patria y Libertad”, el cual constituye nuestro Lema Nacional (art. 34 de la Constitución). Los colores de la Bandera Nacional se encuentran separados “por una cruz blanca del ancho de la mitad de la altura de un cuartel” y en el centro se contempla el Escudo Nacional (art. 31 de la Constitución).

La existencia de estos signos nos lleva a preguntarnos: ¿por qué su inclusión en nuestros símbolos patrios? ¿Cuáles son sus implicaciones en nuestra forma de organización jurídico-política? Las respuestas a estas preguntas fueron abordadas incipientemente en un artículo anterior donde analicé la influencia del pensamiento cristiano en el liberalismo político. Allí sostuve, en esencia que los principios que fundamentan el surgimiento del Estado tienen su origen (directa o indirectamente) en el cristianismo (ver: “Estado laico, religión y liberalismo”).

Ahora bien, más allá de ser una herencia del cristianismo, el uso de los signos religiosos está directamente vinculado con la construcción de nuestra identidad colectiva. Para profundizar sobre esta idea, es necesario entender la democracia como un conjunto de condiciones de igualdad de estatus para todos los ciudadanos. Se tratan de aquellas condiciones que justifican la participación en plena igualdad de las personas en el ejercicio del poder político.

Para Dworkin, las condiciones democráticas “son las condiciones de pertenencia moral a una comunidad política”. Estas condiciones son: (a) de un lado, estructurales, basadas en los aspectos históricos que justifican la existencia de un vínculo social (v. gr. la cultura, el lenguaje, los valores, etc.); y, (b) de otro, relacionales, que describen la forma en que un individuo debe ser tratado por la comunidad para ser un miembro moral. En síntesis, debe existir reciprocidad entre los individuos.

Conviene subrayar, por otra parte, que los signos religiosos tienen un valor simbólico en nuestro texto constitucional. Se tratan de elementos extrajurídicos que procuran generar un sentimiento de pertenencia a la “Nación dominicana” (preámbulo). En otras palabras, son signos simbólicos sin ninguna pretensión de eficacia o efectividad y cuya vocación funcional es mantener el espíritu de nación y la idea de los dominicanos como comunidad de vida política.

La raíz cristiana del pueblo dominicano es innegable. Eso se ve reflejado tanto en las decisiones preconstituyentes como en la Constitución de 1844. Por ejemplo, en el Manifiesto del 16 de enero de 1844 se invoca a Dios en la lucha por la defensa de la libertad y de los derechos. De igual forma, las bases fundamentales de la estructura jurídico-política adoptada en la Constitución de 1844 se decreta “en el nombre de Dios, uno y trino, autor y supremo legislador soberano”.

La Cruz, la Biblia y la referencia a Dios en los símbolos patrios tiene entonces una función integradora. Estos signos buscan asegurar la unión y el mantenimiento de los lazos identitarios que justifican el vínculo social dentro de la comunidad política. De ahí que entran dentro del espectro de lo simbólico, por lo que no tienen (o, más bien, no deberían tener) ninguna vocación normativa.

Siendo esto así, es evidente que estos signos no imponen mandatos, permisiones o prohibiciones que delimiten o exijan un determinado comportamiento. Se tratan de elementos simbólicos que forman parte de las condiciones estructurales que fundamentan la pertenencia moral de gran parte de los individuos en el proyecto de nación. Por tanto, la existencia de estos signos no desvirtúa en lo absoluto la responsabilidad que poseen los poderes públicos de garantizar la libertad, la igualdad y la dignidad de las personas, sin ninguna discriminación por razones de género, color, edad, discapacidad, nacionalidad, vínculos familiares, lengua, religión, opinión política o filosófica, condición social o personal (arts. 38 y 39 de la Constitución), asegurando un marco de libertad de conciencia y culto (art. 45 de la Constitución) y de pluralismo ideológico.